domingo, 29 de mayo de 2011

La Fiesta del Chivo


HORROR EN TODAS LAS DIMENSIONES

Para cualquier lector dominicano razonablemente ilustrado, las primeras 400 páginas de La fiesta del chivo no presentan significativa novedad de fondo. A muchos, no sin razón, puede parecerle sólo un bien cronometrado y documentado reportaje, o bien una crónica de fin previsible engarzada con notable maestría. Sin embargo, para un público foráneo, para una lectura internacional, los recursos usados en la recreación de atmósferas y sicologías constituirán frutas en sazón, ladrillos imprescindibles de una ficción planteada con eficiencia. Yo no viví la era funesta. Es más, nací varios años después de aquella fiesta de aniquilación necesaria, esto en cierta forma me da distancia generacional, impasibilidad, licencia o desparpajo para leer este libro, pese a los vínculos de idiosincrasia, sin prejuicios y para aventurarme en esta reflexión desarraigada, estrictamente literaria, tal y como lo haría un argentino, un inglés o un peruano, sin premuras ni expectativas de veracidad.


En La fiesta del chivo nos encontramos con dos planos narrativos llanos, miméticos, de sobria exposición, y con otro en el cual reina a sus anchas la ficción vestida de una prosa arrebatadora, liberada de toda mecánica coloquial, afincada en técnicas de monólogo interior, con descripciones de espacios y atmósferas, y de certeras precisiones culturales. Armar estos planos ha supuesto un arduo proceso de asimilar y fundir, sin mayor dispersión, una cantidad enorme de elementos y detalles, lo cual evidencia una férrea disciplina de oficio, manejo excepcional de los recursos narrativos, del lenguaje, y un gusto acentuado por encajar fichas de rompecabezas. Estas tres dimensiones narrativas aportan de forma fragmentaria y alternada detalles de los eventos, mostrando punto de vistas distintos, encontrados, contrapuestos, que recrean entre todos una atractiva dialéctica de acción y reacción que permite al lector una visión totalizadora de la dictadura, desde los avatares en torno al centro mismo del poder, Trujillo, hasta recoger en sus periferias las circunstancias que provocaron su dramática caída.

         
Edwin Espinal, Fernando Cabrera, Mario Vargas Llosa y Carlos Fernandez-Rocha
Gran Teatro del Cibao, mayo de 2000
         De los tres planos alternados, uno, el que surge a partir del segundo capítulo, está dirigido a destacar los rasgos de personalidad del tirano, de su familia (en particular de la excelsa matrona, la españolita;  y del esmirriado y  perverso playboy, Ramfis); también las característica de sumisión irrestricta de sus cortesanos, destacándose particularmente Johnny Abbes como elongación de su alma siniestra, y por otro lado, de personajes presentados como contrapartes potables (civilistas,  bondadosas) del régimen, destacándose entre estos Joaquín Balaguer, Henry Chirino, y en ocasiones (hasta la caída en desgracia narrada en otro plano) el senador Agustín Cabral. Para algunos críticos el abandono de las ideas socialistas de Mario Vargas Llosa, el relego de los utopismos imprácticos de cara al ejercicio del poder y la propia acción proselitista fallida del autor a finales de la década de los ochenta, hacen avistar simpatías y empatías con Joaquín Balaguer, quien no obstante la permanente calificación peyorativa, en diminutivos, parece trascender, agigantarse y adueñarse del desenlace del conflicto, hasta proclamarse heredero natural de la tiranía. También en este plano se plantean las condiciones que posibilitaron el establecimiento y caída del régimen, así como los hechos relevantes del período, partiendo de la intervención  militar norteamericana del 1916, la matanza de haitianos, la feria de la confraternidad del mundo libre, el atentado contra Rómulo Betancourt, hasta la terrible mecánica de intimidación, persecución y asesinatos ejecutadas por los esbirros por más de tres décadas.
Los otros dos planos expositivos referidos aparecen como crónicas de seres frustrados, victimados mediante todas las formas conocidas de vejámenes, saturados de repugnancia por las tropelías inducidas por atroces pruebas de lealtad, desesperados por los crímenes de familiares e inocentes, asqueados por la anulación de la capacidad de elección, por las violaciones y por el escarnio antojadizo. Ambos planos se contraen y expanden en dinámica sucesiva de presente y pasado para desencadenar dramáticamente en el doble ajusticiamiento del chivo. Vargas Llosa presenta la acción de anulación de la figura del sátrapa tanto en la realidad histórica, y también, de forma sutil  pero no menos impactante, en sus valores viriles.
En el plano de los conspiradores se percibe la necesidad de establecer el expediente de rencor de cada protagonista. Si bien, como hombres de carne y hueso, el deseo de acabar con la tiranía no emerge de ideales sino de circunstancias muy personales, la decisión tomada convierte a los ajusticiadores en paradigmas. Para Vargas Llosa, mostrar la imperfección humana no empobrece a los héroes sino que los enaltece. Aquí se recrean los motivos y circunstancias que llevaron a la eliminación física del tirano. Se observa la transformación de los conjurados desde el servilismo y la complicidad, hasta romper la fascinación nacida del terror, y concebir el plan para matar a Trujillo a partir de sus hábitos invariables de andar solo y prácticamente desalmado, en la confianza (esta vez, venturosa) de su narcisismo exacerbado, de su infalibilidad mesiánica.
El plano más crítico, y que constituye la visión del presente desde la perspectiva de Urania Cabral, fluctúa sobre un rico simbolismo que se constituye testimonio vivo del horror. El desahogo en primera persona de Urania fácilmente encuentra eco en el lector tornándose exorcismo de los íncubos, de los demonios, de toda una generación. Recoge el drama de muchas mujeres anodinas, subordinadas a la celebración de la libido exagerada del dictador, en violaciones realizadas muchas veces con la plena complicidad de sus seres queridos; en este caso, de su padre caído inexplicablemente en desgracia mediante una carta publicada en el Foro Público, sección periodística en la cual se recriminaba enfermizamente, y siempre con consecuencias terribles, a toda la sociedad inclusos a funcionarios y personeros incondicionales de la tiranía.
La inmolación a la que Urania fue obligada, pese a la violencia de que fue objeto, resultó fallida, deviniendo lo que pudo ser placer para el agresor, Trujillo, en guillotina implacable al constituirse en una suerte de castración simbólica. De forma premonitoria e involuntaria la inocencia ejecutó al tirano con el arma de rigor tan efectivamente usada por tres décadas: la frustración nacida de la impotencia. En capítulos alternados, Urania morirá por treinta y cinco años de ostracismo voluntario, rumiando el pasado en procura de entender, claro, sin resultados, los hilos que se entretejieron en su personal tragedia, desenhebrando como traumatizante no únicamente el violento abordamiento sexual, sino el marco de agresión posterior del macho humillado que la obligó al exilio. Al retornar forastera esta mujer respira el ruido, la basura, la bullanguería tropical, el caos del urbanismo reciente, descubriendo con horror y asombro que muchos estigmas del pasado aún perviven honrosamente inalterados y que muchos cortesanos afortunados apuestan desde el poder a la impunidad del silencio y el olvido. No obstante la presentación narrativa temprano del ajusticiamiento de Trujillo (en el capítulo XII en el plano de los ajusticiadores y en el XVIII de los cortesanos) la novela mantiene un nivel de expectación ascendente, mantiene en vilo al lector; la narración desde la referencia histórica se diversifica y enriquece hasta cubrir los eventos posteriores al 30 de mayo, los asesinatos de casi todos los conjurados, el maquiavélico desmantelamiento de los reductos de la tiranía y la ejecución simbólica del chivo en el capítulo XXIV, el último de la novela (nótese la simétrica diferencia de 6 capítulos entre cada pasaje de "ajusticiamiento"), como conjuro de una víctima que sólo admite su propia redención a través de la ingenuidad de su pequeña sobrina.
Ciertamente, con Urania se aprehende la situación de la mujer en la sociedad machista, su circunstancial vulnerabilidad e incapacidad para defenderse, constituyendo excepción las hermanas Mirabal que pagaron con sus vidas su marcada oposición al régimen. Sobre este importante simbolismo hay, sin embargo, otra lectura del rol del personaje en la trama. Por muchas razones, principalmente por la mirada foránea asombrada latente, se percibe gran  compromiso e identificación de Mario Vargas Llosa con el personaje, toda vez que luce una suerte de médium a través del cual fluyen las experiencias reales del autor y sus propias impresiones alimentadas por tantos viajes, afectos y desafectos cultivados en República Dominicana desde finales de los años setenta.  En ese contexto, Urania luce ventana ideal para el autor fijar su  opinión, para sentirse visceralmente involucrado en esta trama que, no obstante lo universal, resulta ajena a su realidad de origen, la peruana.
Llama a la atención el que la poesía aparezca en la novela como elemento recurrente (claro, este referente pintoresco que quizás encontró justificación en la necesidad de mistificación y mitificación de la tiranía, de su ideología), así no asombra constatar que tanto la prestante primera dama como las viejas trasnochadoras gustaban de buenos poetas como Amado Nervo y Rubén Darío;  asimismo que Henry Chirino, la inmundicia viviente, era según sus propias palabras, un poeta maldito; igualmente, el ilustre cortesano Joaquín Balaguer, aparece catalogado como diligente poeta (esto independientemente de una ponderación objetiva de su quehacer literario real); incluso en Trujillo (no obstante éste renegar de los intelectuales por consideraros el último peldaño en la escala social, aún después de los curas, por su inclinación a la traición) se aprecia una humanidad sensible incluso a la poesía, como cuando en su estrategia seductora recita a Urania "Me gustas cuando callas, porque estás como ausente", versos de Los veinte poemas de amor de Pablo Neruda, comunista confeso y por ende enemigo natural de la tiranía. Esta ficción, gazapo o paradoja, de acuerdo al gusto del evaluador, según Vargas Llosa encuentra explicación en la notoria popularidad de las obras románticas de Neruda, capaces de sensibilizar tanto al aristócrata más rancio, al déspota poco ilustrado, al intelectual, y también a los adolescentes de todas las clases y sistemas sociales.
La fiesta del chivo termina por donde empieza, en el mismo plano de memoria, cual si quisiese agotarse infinitamente en sus parámetros temáticos de poder y pasión, cuando acaso representa, para gran parte de la sociedad dominicana, la posibilidad de avistar en las nuevas generaciones, igual que Urania, la inocencia y la fe perdida.


(Publicado originalmente el 20 de mayo de 2000, Suplemento Cultural Periódico El Caribe)

Un contexto para la Fiesta del Chivo

Marcos Pérez Jiménez, Fulgencio Batista, Manuel A. Odrías
Juan Domingo Perón, Gustavo Rojas Pinillas y Rafael Leonidas Trujillo

Los dictadores latinoamericanos de mediados del siglo pasado (a saber: Marcos Pérez Jiménez en Venezuela, Fulgencio Batista en Cuba, el General Manuel A. Odrías en Perú, Juan Domingo Perón en Argentina, Gustavo Rojas Pinillas en Colombia y Rafael Leónidas Trujillo en Dominicana), personajes machistas, autoritarios, histriónicos, constituyen cordones umbilicales de nuestra principal novelística, una veta inagotable para autores como Gabriel García Márquez, Augusto Roa Basto, Miguel Ángel Asturias, Uslar Pietri y Alejo Carpentier. Es tal la identificación con los temas derivados de este entorno que acaso algunos de estos escritores, independientemente o aunados en el llamado "boom", probablemente sin estos, fuesen otros, otra su vocación o simplemente distintas las estaturas paradigmáticas alcanzadas.
Mario Vargas Llosa con su excelente novela Conversación en la Catedral (1969) también toca a fondo la fértil veta de las dictaduras aunque por otros caminos, toda vez que por las características un tanto desdibujadas o peculiares del caudillo sobre el cual trata su obra, el General Odrías, quien gobernó Perú mediante la corrupción, la intriga y la complicidad, más que con la usual violencia generadora de héroes y víctimas radicales. Con un arquetipo distinto de sátrapa menos sangriento pero igualmente perversos  (precursores de la camada de caudillos camuflados de demócratas, de urticante presencia en las últimas décadas en toda Latinoamérica), su obra toma una distancia reflexiva del modelo novelístico propuesto en El señor presidente, El recurso del método, y El Otoño del patriarca, destacando sobre el inevitable y barroco anecdotario de la barbarie, la profundización en  el desvelamiento de las estructuras corruptas del poder sobre las cuales se afianza toda dictadura, así como las circunstancias sicológicas y sociopolíticas que la posibilitan al pintar frecuentemente sus opciones arbitrarias y autoritarias como panacea para la solución de los desmanes sociales. De pronto, cuatro décadas después, cuando parecía improbable otra referencia de este autor a este contexto de sátrapas legendarios, quizás para saldar viejas deudas con el perfil novelístico señalado, reaparece este autor con la notable saga La fiesta del chivo, cargada de los crímenes, megalomanía y mitología propios de regímenes absolutistas. En esta obra aflora a sus anchas la constante devoción o subyugación del autor por el poder y el sexo, al momento de enhebrar sus mundos imaginarios.
La fiesta del chivo, en estrategia menos abigarrada que la presente a la obra ante referida, genera una lectura ávida y fácil, claro, todo lo amena que puede resultar un suceder trágico. Mediante una prosa efectiva, Mario Vargas Llosa, muestra sus garras para generar y manejar conflictos cruzados, para construir diálogos inteligentes. Su condición de transeúnte ocasional y su nombradía planetaria le abrieron las puertas de personajes intocables y le permitieron recibir confesiones a partir de las cuales ha pasado la guadaña a muchos de nuestros tabúes e hipocresías recientes.  Al modo de Oliver Stone con relación a la película JFK (en la cual se recrea el asesinato del joven presidente norteamericano John F. Kennedy) y con derecho o sin él, nos enfrentó con nuestros demonios recientes. La distancia connatural de las circunstancias insulares por su condición de extranjero ilustre, le permitió, no sin riesgo de afortunada distorsión del suceso histórico en pro de la ficción, mayores perspectivas para apropiarse objetivamente de esta dolorosa realidad vivida por generaciones de dominicanos. 
En La fiesta del chivo está latente una severa crítica a las estructuras de poderes fácticos, a la complicidad y la hipocresía impuesta por el statu quo y a los conservadurismos trasnochados de una sociedad aun decimonónica, rural. La polémica desatada por la publicación de acaso la mejor novela sobre Trujillo (no obstante escrita por un extranjero) y que resbala por una piel sobradamente curtida en lides literarias y también en otras más aguerridas como las políticas, no es sino la rabiosa respuesta de cortesanos que apostaron erróneamente al olvido, a ocultar el estigma de sus manchas indelebles. Desde su salida (a mediados del 2000) esta inquietante narración ha tenido la virtud, por morbo o interés literario autentico, de despertar, de forma inusitada, el entusiasmo por la lectura en una población regularmente apática, indiferente; ojalá que como efecto boomerang a la curiosidad historicista algunos queden prendados permanentemente del placer encerrado en las grandes ficciones.
Por lo terrible entrañado, los 31 años de la era de Trujillo constituyen una cantera inagotable para la re-invención y creación tanto de nuestros miedos como, paradójicamente, de nuestras aspiraciones libertarias siempre relegadas por el surgimiento de algún pichón de dictador. No obstante la numerosísima bibliografía sobre este período, los  escritores parecían agobiados por el reto de mostrar un retrato total de los hechos acontecidos, empantanados por las retrancas y remanentes del oprobioso régimen. La presencia viva de personeros del régimen que aún, después de medio siglo, mantienen una importante cuota de poder, cierta inercia social generadora de complicidades y temores, han venido sujetando las voluntades creativas en su propósito de lograr una imparcial profundización histórica para esclarecer los hechos de este período, no obstante estar estos documentados o validados por furtiva oralidad. Por lo anterior, no es casual el que haya sido la distancia física del país la que posibilitara la concreción de algunas de nuestras mayores realizaciones narrativas sobre el tema, a saber: Solo cenizas hallaras de Pedro Bergés, Los que falsificaron la firma de Dios de Viriato Sención y El tiempo de las mariposas de Julia Álvarez.
Vargas Llosa no tiene vinculación afectiva, telúrica, con la dictadura de Trujillo, por eso su obra, La fiesta del chivo, se desentiende socarronamente de ofrecer un panorama textual "cotejable" con la historia. En vez de lo veraz, el autor persigue lo asombroso verosímil, resultando la novela una ficción devoradora de realidades, un ambicioso y meticuloso proyecto de imaginación. Ciertamente Novelar es fingimiento, simular mundos en la “realidad” simbólica del lenguaje, razón por la cual toda vinculación con lo real constituye apenas una coordenada posible, entre muchas, jamás suficiente para una aproximación interpretativa crítica, puesto que los hechos concretos de origen adquieren necesariamente, de mano de una voluntad oficiosa, otro significado de mayor trascendencia en la obra. El oficio del novelista entraña, pues, una aspiración cosmogónica, esto es, la de hacer vivir los hechos de forma más intensa que la simple redacción anecdótica, periodística, ajena a a cualquier concepción de verdad o moral.  Lo dicho viene a cuentas, toda vez que una calistenia de asociación del universo fictivo a la realidad concreta no es solo innecesaria, sino odiosa; para la adecuación literaria basta que los hecho expuestos estén sustentados en entre los planos o dimensiones cerradas de la creación.
El célebre autor peruano consciente de estas premisas, al igual que para su novela La casa verde colonizó la selva peruana, su Amazonía, se colocó esta vez por tres años en el mismo trayecto del sol, en las fronteras ultimas del salitre, en el mundo del país del poeta Pedro Mir, para hurgar con pasión febril entre documentos, anécdotas y  chismes, hasta desmadejar la truculencia caudillista, hasta engullir su sus humores criollos y regurgitarlos en afortunada farsa de trascendencia global. Vargas Llosa realizó un aprovechamiento exhaustivo de fechas, referencias epocales y circunstancias, para configurar un argumento obstinadamente complejo, bajo la voluntad expresa de mentir con conocimiento de causa. Según confesara Vargas Llosa  (en el acto de puesta en circulación de la novela, celebrado en mayo del 2000, en la sala principal del Gran Teatro Cibao) escribió a mano una extensísima primera versión en donde perfiló personajes y trama, y sólo después, procedió a su destilación y perfeccionamiento en el computador, y que apoyado en esta herramienta se dedicó con excitación a rescribir y reformular situaciones, hasta el cansancio; eliminando elementos de la realidad histórica que por su desmesura y truculencia sobrepasaban el ámbito de credibilidad de su propio novelar.
Degustador de la imaginación sensual, del galanteo erótico, y acostumbrado a la profundización en los vericuetos de las estructuras autoritarias, absolutistas, este autor construyó esta extensa narración con tal meticulosidad que es entendible que se hayan diluido y confundido, hasta para los más avispados, los frágiles límites de la historia y la ficción. Si bien se contempla preocupación, rigor y hondura en el conocimiento de los hechos, la obra no se limita al simple testimonio, ni los personajes se desenvuelven exclusivamente en el anecdotario histórico. Los datos recogidos de variopintas fuentes (libros, revistas, periódicos, documentos personales, etc.) fueron usados por el autor para perfilar psicologías y aventurar situaciones posibles, tanto de los personajes abiertamente inventados como los correspondientes a individuos reales; de forma que aunque algunos hechos no fueron reales pudieron perfectamente ocurrir. En este sentido, la realidad plasmada en la obra no necesariamente corresponde a la vivida por esbirros y víctimas directas o anodinas, sino a las derivaciones surgidas de decantaciones de referentes históricos a través del proceso creativo, de la poderosa imaginación del autor.
Como es característico en otros autores del boom, también en Mario Vargas Llosa se siente un cierto gusto por el recurso de la intertextualidad en donde, de forma consciente se utilizan recursos (tema, personajes, estrategias discursivas) de obras precedentes. En La fiesta del chivo, además del perenne enfrentamiento con las estructuras de poder, comunes son los recursos de la memoria, los flash back, los monólogos interiores, la fluidez de diálogos, así como la atmósfera y el eco de personajes de otras producciones, especialmente de Conversación en la catedral. A este punto, aventuro una la hipótesis de que probablemente Trujillo en esta novela conjuga las personalidades del General Odrías y la de Don Rigoberto. Percibo similitud con Odrías en la acentuada vocación corruptora del régimen trujillista y el amortiguado perfil de la violencia directa ejercida por el tirano, toda vez que en La Fiesta del Chivo los asesinatos, torturas y desapariciones recaen principalmente en el espaldero siniestro Johnny Abbes. Es notable la delegación de lo terrible en Abbes dota en el contexto de la obra, al déspota criollo —no obstante su consabida fama de sanguinario— de una cierta enrarecida humanidad, perceptible en la celebrada actitud bonachona, condescendiente, con familiares y allegados. Por otro lado, veo afinidad con Don Rigoberto en la pronunciada sexualidad gozosa compartida por ambos personajes, y contenida en el mefistofélico mote de macho cabrío, de padrote, de “chivo” con que nombran al tirano (verbigracia, leitmotiv y parte del título de la obra). Precisamente, es la lujuriosa voracidad de depredador sexual de Trujillo, de íncubo, la que concomitantemente posibilita en la novela de Vargas Llosa, tanto su ajusticiamiento físico como una aniquilación imprevista pero no menos dramática: la pérdida de la virilidad ante la inocencia que encarna la adolescente Urania Cabral cedida para el ultraje por su propio padre, personero caído en desgracia ante la dictadura.

(Publicado originalmente en el Suplemento Cultural del Periódico El Caribe, 27 de mayo  de 2000)




  

Memoria Tremens, de Marcio V. Maggiolo

Fernando Cabrera y Marcio Veloz Maggiolo

TESIS Y ANTÍTESIS DEL DELIRIO

Para Jorge Luis Borges recordar era un verbo sagrado al cual tuvo derecho un solo hombre, Irineo Funes, y ese hombre había muerto; en esta ocasión, sin embargo, nos encontramos en Memoria Tremens[i], novela de Marcio Veloz Maggiolo, quizás ante la reencarnación de Funes en el enajenado personaje principal, Matildo, hombre de fuerzas menguadas, casi inmóvil (“eterno prisionero”, diría Borges) por una alegada ceguera, que se afana esta vez, consciente de que el tiempo lo borra todo, en dejar todo escrito para que una vez cumplida su misión de vencer el olvido descansar, sin molestas reencarnaciones, para siempre.
Las memorias que asaltan a Matildo son de naturaleza distinta a las del minucioso inventario de detalles de Funes; las suyas están plagadas de hiperbólicas y paradójicas  emociones: “la memoria florece solo cuando el alma se tranquiliza y la agonía se hace materia prima” (p. 61)

     Curioseando en la contraportada

A este punto, en una acción inusual (hasta innecesaria) para una apreciación crítica, me dejaré seducir por el anzuelo dejado por los editores del prestigioso sello Alfaguara en la contraportada de la primera publicación de esta extraordinaria obra, quienes, acaso en procura de empatías instantáneas con los lectores posibles, han apostado a transparentar el barroco universo contenido en el argumento, al develar acaso el misterio más preciado: “Eusabia tomará el control de la trama  y a través de ella se sabrá que Matildo no es un anciano ciego, sino un adicto a la cocaína, de poco más de cuarenta años, que en medio del mundo delirante que habita no es consciente de la inminente amputación de una de sus piernas…”. Este breve párrafo luce una suerte de harakiri (cual sería en los relatos de suspenso, tipo Agatha Christie, establecer en las líneas introductorias que el mayordomo es el asesino y el móvil del crimen la codicia por un testamento que a última hora lo beneficia), mas también constituye provocación puesto que deviene en simplificación del fabuloso entresijos de experiencias reales e imaginarias, propias y prestadas, que en frenético devenir de generaciones, ha perfilado el autor desde antes de empezar a narrar, apoyándose en una oportuna cita de pórtico autoría de Honoré de Balzac: “Existen en nosotros varias memorias. El cuerpo y el espíritu tienen cada uno la suya”.
La trama aún ciertamente planteada como delirio sicodélico por el autor (cual se aprecia en las afirmaciones de Eusapia, amada responsable de eternizar su recuerdo,  se trata de “una especie de delirium tremens” (pág. 120) que lo asalta y saca del mundo por momentos en los que delira con su  propio pasado y el de otros), en contraportada deviene en sofisma mercadológico, seguro legítimo, para picar la curiosidad de diletantes que gustan de historias lineales y transparentes, toda vez que a pocas páginas la atención del lector, a golpe de pura magia de lenguaje, se ve catapultada, con magistral destreza, desde la ingenuidad nostálgica a un asombro existencial tan entrañable como inevitable.  En todo caso, más que resultantes de la ofuscación de un cerebro carcomido, o mejor en argot de calle: “frito” por fármacos (premisa perfilada tangencialmente en los capítulos finales), las memorias contenidas no son otra cosa que biografías de seres auténticos — como bien reza en la advertencia de entrada en la cual Maggiolo declara que ha registrado como hijos  legítimos a cada personaje en la Oficina Nacional de Derechos de Autor—,  que en conjunto definen el retrato de un criollo “nosotros”. 
Entrando en materia, tras las brisas oriundas de mirar la estrategia editorial, ahora me permitiré, a ojo y gusto de buen cubero, dos afirmaciones temerarias: primero, que se trata de una obra axial tanto para Maggiolo, por ser ésta acaso su mejor novela, como para nuestra novelística nacional, toda vez que a través de las divagaciones de sus personajes se desarrolla una singular tesis étnica, esto es, se configura una visión holística de los componentes raciales de la dominicanidad; y segundo, que desde los estancos fundacionales del realismo mágico o maravilloso[ii], estilo narrativo que ha caracterizado por más de cinco década la novelística latinoamericana, el autor desarrolla una antítesis o crítica consciente a la ya dilatada presencia de este importante movimiento literario.

Connotación étnica en la novela

Esta obra es, especialmente en su separata primera, el más ameno, y quizás completo, recuento que estudioso alguno pudiese hacer sobre la mitología en que se asienta nuestra cultura. Dada la coherencia y elaboración de las visiones recogidas, así como el detallado y minucioso ejercicio de armonización, sobre viscerales y ancestrales prejuicios, de matices multirraciales a través de una espiral de siglos, resulta obvio que estamos ante una suerte de epopeya de nuestro origen, de un deambular, en flashbacks narrativos, desde los albores de la colonización y las olas de nuevos inmigrantes, hasta tocar, casi al calor de los vítores de las segunda república, las piedras fundacionales de un barrio capitalino, adentrándose de ahí a perfilar la totalidad del ser nacional.  
De tal complejidad el verosímil cosmos de ficción que contienen esos delirios que su síntesis solo podía ser realizada gracias al conocimiento y oficio permanente de un escritor en el cenit de su producción, como Maggiolo, mixtura de demiurgo travieso, sociólogo, historiador, folclorista y gozoso antropólogo, de tópicos obsesionados y reincidentes, cual se constata a seguidas: “porque nada de lo que se hacía antes en torno a la que se llama Filomena Loubana se hacía antes. La fama oculta y la imagen de Santa Marta crecieron en Villa Francisca, nuestro barrio, casi sin que nadie se diese cuenta.  Se dice que bastaron solo unos milagros de los cuales, asumo yo, el primero sería la muerte de Abdulah” (pág. 56), y también cuando refiere: “Los linderos del reparto o ensanche terminaban en el viejo pueblo de San Carlos, fundado por isleños de Canarias. Allá florecieron las fiestas de la Virgen de la Candelaria, y la de Regla predijo el incendio que terminó con el caserío en 1903.” (Pág. 82)
 La tesis de una memoria étnica explicativa de nuestro extraordinario mulataje y mestizaje, de una conciencia racial dinámica de la dominicanidad, se encuentra difuminada a través de los cinco capítulos de la novela; la misma toma cuerpo en función de que todo el argumento revaloriza desde la ficción, las influencias culturales y raciales africanas[iii] en toda nuestra dinámica social, colocándolas a la par —y en ocasiones por encima—de los usuales referentes hispánicos, enfatizando el singular proceso de integración sincrética de su santería con los usos y credos tanto de Europa como de Oriente Medio y, en menor escala, con los valores heredados de la población indígena insular; ejemplifica lo dicho el hecho de que todas las memorias narradas convergen en torno a Filomena Loubana, o Santa Marta la Dominadora, en una atmósfera en la cual deviene cotidiano el misterio en tanto pululan con desparpajo todos los elementos de la religiosidad afro-Caribe: “Los luás son dioses africanos vestidos con las ropas de los santos católicos. Si usted ve un tipo raro, con faldón, corona de santo, pintura por todas partes, manto antiguo, y lo acompaña un encantador olor a incienso, y si la imagen desaparece ante sus propios ojos, diga que ha visto un luá. Ahora los hay blancos y mulatos, pero antes fueron prietos. Se pueden encontrar como espíritus nocturnos que esperan ser llamados y que deambulan de noche cerca de las iglesias y de día en los mercados y tiendas de las avenidas y supermercados grandes.  Asesoran desde el más allá a los vendedores de medicinas naturales en los ventorros, en donde tiendas de botánica, oraciones, imágenes, velas, libros místicos y ensalmos proyectan su saber sobre los humanos. Lo que pasa con los elementales y luás es que muchos ignaros creen que son figuras de aspecto místico, pero son tan sencillas, viles, gozadores y complejas como nosotros…” (pág. 91)
Trasciende en Maggiolo una vocación cosmogónica, vasta, al proponerse construir desde lo particular, desde una biografía (en ocasiones, con tintes autobiográficos), tanto concreta como delirante, desde el devenir de una barriada mínima, Villa Francisca[iv] —salvada por afectos y lealtades de origen demostrados sobradamente al constituir materia prima por excelencia que, en estrategia de transtextualidad[v], permea todas sus novelas[vi]—, la historia emocional de nuestra media isla. Así, ciertamente, a partir de pocos personajes (apenas rondan la docena) perfilados en sus sicologías con precisión cirujana, con astucia de fábula, propicia, aún con los trazos inmateriales y etéreos del recuerdo enajenado, un entrañable retrato de quiénes y cómo somos.

Reformulación del método de las maravillas

La antítesis referida se sustenta en tanto la novela Memoria Tremens establece un hito fundamental dentro del contexto de la narrativa asentada en el realismo mágico[vii],  toda vez que, medio siglo después del advenimiento de esta corriente netamente Latinoamericana, su prosa altamente poética tiene fuerza para reverdecer el gusto en viejos diletantes y también para captar lectores nuevos, por su apego ortodoxo a recursos expresivos que hacen trascender  la realidad de su propio contexto ordinario hasta el mito, como para proactivamente, desde la escritura creativa fabulosa, recapitular sobre la validez de permanencia de este estilo narrativo en un contexto posmoderno en el cual las opciones hiperrealistas —de la realidad monda y lironda, desgarrada tal cual habitualmente es— campean por sus fueros. 
Reitero, la novela de forma evidente apela a los estancos fundacionales y fundamentales del realismo mágico. De hecho, como lo avizoró tempranamente, en 1949, Alejo Carpentier en El reino de este mundo y Gabriel García Márquez en las sagas de cuentos y narraciones cortas escritas entre como 1950 y 1962, principalmente Ojo de Perro Azul, La hojarasca, La mala hora, Los Funerales de Mama Grande y, finalmente, en su paradigmática novela Cien años de soledad, Maggiolo también se percató de que solo siendo fidedignos al perfume de misterios y espejismos que pululan doquiera como verdolaga podían plasmarse las agridulces paradojas y contrastes, que van de lo sublime a lo ridículo, de individuos y pueblos entre trópicos anclados; puesto que no hay realidad concreta en estos predios que no roce íntimamente lo quimérico, a sabidas cuentas de que obnubilan, erosionando cualquier asomo de indiferencia, las estridencias de un sol siempre frontal  y un salitre y murmullos de mar cual canto de sirenas.
 Maggiolo, en plena conciencia de lo anterior, logra borrar la línea divisoria entre lo real y lo imaginario a base de pura destreza poética (verbigracia, estos fragmentos: “Luego que vienen los años puede que toda sombra se convierta en mujer y muy posiblemente toda mujer se transforme en una sombra larga como la que aman los poetas/…./“Perdona, Eusapia, esta manera mía de hablar, porque en la época  de los llamados postumistas, encabezados por Domingo Moreno Jimenes, yo participaba en las tenidas poéticas, y escribía versos de amor al pie de los campos llenos de bledo y de solares donde pastaban pollinos.” (Pág. 16). El autor asentado en la riqueza del lenguaje figurado, desbordado y desbordante muchas veces, nos involucra en un juego de perspectivas en el cual los hechos habituales se presentan con el asombro de lo inesperado, de lo mágico (el descubrimiento del hielo, por ejemplo, produce enorme perplejidad), mientras que los eventos fantásticos aparecen sin el menor atisbo de extrañeza, verbigracia la concepción humana dualista, bipolar, constituida por el cuerpo y el alma —dice Matildo: “Tenemos la memoria del cuerpo y la del alma. Son dos memorias básicas” (Pág. 79)—, esencial binomio en dinámica de rituales de encarnaciones y exorcismos de divinidades a través de criollos médiums, referidos a cada paso, o mejor, a cada párrafo; asimismo rutinarias las intervenciones de demonios en referencias que tocan incluso los umbrales del descubrimiento y la evangelización del mundo nuevo, cual se aprecia en el texto siguiente: “Era un espíritu atascado en el tiempo, un violador de cacicas, hasta que un buen día, caminando por los montes de Jónico, cerca de la cordillera Central, donde tenía un conuco sembrado de cebollas albarranas y coles, el padre Fray Bartolomé de las Casas se lo encontró y, debido a quejas de los propios indios, lo exorcizó convenciéndole de que no estaba vivo, de que era un alma que perdía su tiempo en goce terrenales que no lo llevarían a las plantas del Señor.  ¡No te das cuenta que no eyaculas!, le dijo.  El espíritu Guamorete se alejo convencido de que toda su sexualidad, como es la mía, era imaginaria.” (Pág. 27)
La crítica al método escritural real-maravilloso implícita en esta obra fluye, como debe ser, discretamente en lo narrado, a la manera de la realizada por Miguel Cervantes Saavedra en El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha a las novelas de caballería. Esto así porque Maggiolo, desde el corazón mismo de  realidades mágicas, en los últimos capítulos abdica de las formulas y soluciones escriturales fabulosas en aras de adecuaciones y verosimilitudes expresivas acordes con los usos contemporáneos, de marcada lógica cientificista. A partir de unos pocos trazos en letras itálicas, el autor con razones objetivas, médicas, procura disipar la magia —cual acontece con los gigantes que una vez enfrentados por Don Quijote, después del trancazo por el girar de astas y la posterior caída al suelo del insigne orate, retornan a su simple forma de molino—, explicando los avatares extraordinarios a partir del hormigueo de una pierna gangrenada y los efectos disgregantes de un vulgar narcótico: “—Creo que la pierna deberá ser amputada. La enfermedad lo ha llenado de miedos. Un hombre con apenas cuarenta y dos años al que la cocaína ha llenado de imágenes.  ¿Le parece absurdo?” (Pág. 160)
Obviamente este cambio de tono y ritmo de un florido y emotivo discurso a otro parco e inexpresivo, provoca asombro, sorprende; tiene un efecto desacralizante para el lector ensoñado, que al recuperar de golpe la autonomía, se percata de que ha estado sujeto con alevosía a  espejismos por los lazos mágicos del lenguaje, y no por la contundencia de una realidad fantástica. A propósito, he aquí la confesión del autor en boca de Matildo, el cual en ocasiones fluye como su alter ego: “Querida Eusapia, los novelistas y escritores que inventan eso que llaman mundos imaginarios han venido a contaminar la realidad. Yo ahora la narro, y cuando la escribas, si es que me complaces, la gente dirá que son invenciones de escritor [delirios de cocainómano, añado], de novelista, porque lo que realmente narro, y de algún modo lo comprobaras, es tan igual a lo que ellos inventan que en verdad la diferencia no es tanta, sólo que cuando lo hacen, afectan con su imaginación la realidad que hemos vivido, y entonces nadie osa creernos. Ni siquiera se piensa que alguno de los que aparecen en las páginas de un libro pudiera ser real” (Pág. 69)
Toda vez que el cambio de táctica discursiva de lo fantástico a lo concreto acontece después de 133 páginas, reitero, de un barroco soliloquio de reiteración esotérica, espiritualista, panteísta (en fin, después de un personalísimo testimonio en primera persona de un barrio signado por Santa Marta la Dominadora, encarnada en la abuela de Filoma, la irresistible niña serpiente portadora del amor y las memorias, después de absorbentes y contagiantes estremecimientos por los portentos de brujos, magos, luases, deidades mayores y menores del vudú), a Maggiolo, en los relativamente breves acápites de cierre, le resulta contraproducente introducir el énfasis materialista, de ahí que estas partes también se construyan sobre el difuso entramado de una realidad absurda. Así, para mantener coherencia discursiva el autor, en tanto introduce flashbacks complementarios para remedar entuertos,  lleve los artificios real-maravillosos al extremo, recurriendo a las vicisitudes del segundo padre de Matildo, Obdulio Pérez, apodado Tagore, puesto a levitar, en acto de circo, indefinidamente sobre el barrio: “No debes preocuparte mucho –le dijo Abdulah-, así vivió nuestro profeta Mahoma durante el tiempo que sucedió a su muerte.” (Pág. 132).  
Vale destacar que el milagro de la levitación —que en Cien años de soledad aparece de forma discontinua, incluso tímida, en curas que flotan y en Remedios, la bella, que asciende en el cielo hasta perderse—, se convierte en los capítulos finales en reto extendido para mantener una dualidad de planos coherente, verosímil; las dificultades de tal empresa incluso aparecen en el texto de forma explícita, en boca del munícipe Gamarra, fundador en la ficción (en la realidad fue Juan Alejandro Ibarra) de Villa Francisca: “Con tu padre flotando allí los trabajos serán difíciles [referíase a la remodelación de la plaza central del barrio, pero que yo extrapolo al ejercicio narrativo]. Tienes que entenderlo. Sé que es como un ángel, sólo los ángeles flotan” (Pág. 155) Al final seduce la naturalidad con que el autor plantea la cotidianidad de los misterios: “En esa sesión del Cabildo de la capital, fechado cuatro de junio, damos permiso al señor Gamarra para que se disponga a mover y trasladar a un lugar menos inoportuno a Obdulio Pérez, de apodo Tagore. Se insta a los bomberos de la ciudad de Santo Domingo para que proporcionen las escaleras o escalinatas que sean de lugar, a fin de que se lleven a cabo los trabajos de movilización del susodicho.” (Pág. 155). Justo es señalar que cualquier parecido con las rudimentarias notas de prensas de nuestros organismos gubernamentales no es pura coincidencia…

Importancia de contar con una estrategia para nombrar los personajes

Una constante en la literatura dominicana es la escasa relevancia dada por los escritores a predeterminar conscientemente los nombres de los personajes de un cuento o novela, cuando estos pueden constituir elementos fundamentales para delinear características de personalidad, temperamento, contextualización epocal e incluso de simbolización para enriquecer la trama. Si no son nombres aleatorios, en ocasiones inconcebibles para nuestro entorno, tal vez tomados del santoral incluido en el almanaque Bristol, usualmente nos encontramos con nombres asociados a la ruralidad (probablemente como consecuencia de lo abundante de esta temática) pero muchas veces en tonos marginales y risibles que despiertan naturales recelos en el lector sobre las  potencialidades cualitativas de los textos. 
Experiencia distinta, sin embargo, la que nos ocupa, puesto que Maggiolo ha procurado filtrar en nombre y apellidos referentes importantes, tanto así que con solo su significado o  huella genealógica disponemos de una vía de aproximación suficiente para la interpretación de muchas claves de la obra: así tenemos, por ejemplo, que Gabinda, primer desdoblamiento de la amada memoriosa, puede referirse a sectas animistas-cristianas originaria de Gabinda o Cabinda en Angola, en donde se destaca la figura de hijo o hija de un santo, lo cual importa dado el parentesco de este personaje con su abuela médium Marta; tenemos también a Eusapia, segundo desdoblamiento, que refiere de forma directa a Eusapia Palladino, nombre publico de la italiana Raphael Delgaiz (1854 – 1918), primera médium espiritualista sometida a investigaciones científica a principios del siglo XX; del nombre Filoma, tercer y más frecuente apelativo, más que su acepción floral que alimenta la atmosfera entrañablemente poética de la novela (“perfumas, luego existes” pág. 44), nos interesa su vinculación al mapa de los genes humanos, en tanto que en su vientre, por sus raíces africanas, anidan parte de los elementos definitorios del ethos nacional; más aún, Filoma resulta relevante en tanto derivación apocopada obvia de Filomena Loubana, como también se conoce Santa Martha la Dominadora, toda vez que ella, con su habilidad de contorsionar su cuerpo como culebra, está predestinada a encarnar esta deidad del vudú, después de su abuela.
Por otro lado tenemos el nombre Abdulah (variante de Abdullah) cuyo significado en árabe es sirviente de Allah, apropiado para un personaje con poderes de hacer levitar personas al modo de lo acontecido con el profeta Mahoma. Igualmente tenemos a Obdulio, que significa el que suaviza la pena, para un personaje circunstancialmente renombrado como Tagore en referencia a Rabindranath Tagore, filosofo, poeta y músico bengalí convertido al hinduismo; ambas acepciones ligadas en la novela a elementos de calma y ensoñación, ideales para alguien con capacidad de colocarse por encima de las circunstancias del mundo. Los nombres Matilda y Matildo de entrada plantean una asepsia genérica que sirve para establecer el vinculo progenitora-hijo; por un lado tenemos a Matilda, cuyo significado es persona que lucha con fuerza, que funciona perfectamente para la madre puesto que fue embarazada y abandonada por Abdulah el cirquero, y ha debido tomar decisiones radicales para la crianza del protagonista (la orfandad sufrida por éste le hará relacionarse con su segundo padre en forma capital para el desenlace de la trama); y por otro lado, Matildo, referido como rey de los ejércitos, aplica rigurosamente al rol de personaje central de las memorias.
Un patronímico interesante es el de Vicente Fournier, antagonista de Matildo,  homónimo de la enfermedad poco común y potencialmente letal descrita (inicialmente por Baurienne en 1764 y posteriormente por A. L. Fournier en 1883) como un proceso gangrenoso de causa desconocida; desde esta perspectiva el personaje constituido en antagonista en las memorias o delirios, en competidor por el amor de Filoma, encuentra su razón de ser al alegorizar una innegable causa de separación definitiva de la amada en tanto supone, más que las acciones negativas de una persona, amenaza inminente de muerte. Otro nombre con vocación significativa amplia es el de Teotonio Santos, profeta de cachonda sabiduría popular, autor de la única biblia barrial existente, citado constantemente por Matildo cada vez que precisa de un proverbial (y esto tomado literalmente) pie de amigo; obviamente este apelativo recupera con humor profano la figura de San Teotonio, primer santo canonizado de Portugal, fundador en el año 1131 en Coímbra, de la Orden de los Canónigos Regulares de la Santa Cruz, dedicada especialmente a la liturgia solemne y al anuncio o la enseñanza del santo Evangelio; este santo, igual que el personaje con evangelio apócrifo, se propuso convertir su monasterio en escuela de santidad y al mismo tiempo en faro luminoso de la ciencia sagrada. Tenemos a Mimina, homónimo de mínima, médium de referencias doctrinales pero con apariciones y peso específico limitado; y, finalmente,  Batanga, nombre propicio para cualquier médico brujo, es el apelativo utilizado para identificar en el plano delirante, al doctor Poso, responsable por la extirpación de la pierna gangrenada.
En Definitiva, Memoria Tremens, no obstante el sabor rabiosamente criollo y localista, ha sido concebido a partir de la puesta al día con las técnicas referenciales y estrategias narrativas en el contexto latinoamericano, no como imposición, sino como resultado de la propia depuración estilística de nuestro más importante escritor. La intachable factura, oportunidad temática y fluidez de esta novela nos hace intuir éxito en el mercado internacional del libro, e incluso, por sus sobrados méritos y atractivos argumentales, posibles provocaciones para ser llevada al cine; también y sobre todo tiene asegurada la referencia entrañable de lectores atentos y de críticos, en fin, de todos los amantes de las buenas historias.


[i] Memoria Tremens. Marcio Veloz Maggiolo, Ilustración de cubierta: Natalie Ramírez. Editora Alfaguara, República Dominicana. Julio de 2009, 212 páginas.
[ii]  A partir del 1940, ante el cansancio de la novela realista, junto a las realidades inmediatas, irrumpen la imaginación, lo fantástico. Pronto se hablará de realismo mágico (expresión atribuida al escritor italiano Massimo Bontempelli en 1938)  o de lo real maravilloso, denominación referida a Alejo Carpentier. Según estudiosos del realismo mágico éste persigue ofrecer un retrato total de la realidad, ya que, a juicio de los novelistas que lo cultivaron, el mundo  va mucho más allá de lo que puede ser percibido por los sentidos. Un narrador mágico realista, apuntan los críticos, crea la ilusión de "irrealidad", para ello cuenta los hechos más triviales como si fueran excepcionales; y los excepcionales, como si fueran ordinarias.  Sin embargo, refieren, la literatura del realismo mágico no es una literatura fantástica, ya que en la base de todas estas obras está el mundo real y reconocible; a partir de este momento, realidad y fantasía se presentarán íntimamente enlazadas en la novela: unas veces, por la presencia de lo mítico, de lo legendario, de lo mágico; otras, por el tratamiento alegórico o poético de la acción, de los personajes o de los ambientes.
En la década del sesenta se consolida, sobre los estancos del realismo mágico, el denominado «boom» de la novela hispanoamericana, con la publicación de las obras La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato, El astillero de Juan Carlos Onetti, El siglo de las luces de Alejo Carpentier, La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, Rayuela de Cortázar, Paradiso de Lezama Lima, entre otras.
[iii] En consonancia con lo expuesto por Guido Despradel en su ensayo de 1938 titulado “Las raíces de nuestro espíritu”, también con Carlos Larrazal Blanco en su obra “Los negros y la esclavitud en Santo Domingo” (1966), Franklin Franco en “Los negros, los mulatos y la nación dominicana” (1979), Carlos Esteban Deive en su obra “La esclavitud del negro en Santo Domingo” (1980), y particularmente con los investigadores folclóricos, antropológicos, históricos y sociológicos que, teniendo como referencia tanto el Primer Seminario sobre la presencia de África en Santo Domingo y las Antillas, celebrado en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, en 1973, como las experiencias de los emigrantes dominicanos a Estados Unidos, a partir de 1962, han ahondado en aspectos relacionados con la identidad dominicana. (Fuente, artículo “Una identidad cambiante”, Frank Moya Pons, Diario Libre, sábado 26 de septiembre de 2009, págs. 12-13)
[iv] El autor ha hecho de esta barriada una suerte macondo urbano, refiere que “lleva el nombre de la hacienda que Manuel de Jesús Galván comprara en los finales del siglo XIX, adoptado como un homenaje a su esposa Francisca Velásquez. Desde muy temprano, al comprar estas tierras, el munícipe Juan Alejandro Ibarra inauguraría uno de los repartos con venta de solares a plazo, tal y como acontecería con La Caleta y las Villas Agrícolas, otros dos lugares con estas características.” Maggiolo, Marcio Veloz, artículo titulado “Villa Francisca renovada”, Listín Diario, 8 de julio de 2008.
[v] Referida como trascendencia de un texto respecto a otro texto o textos (del mismo autor o de otros), que puede ser clasificada en cinco tipos: intertextualidad, paratextualidad, metatextualidad, hipertextualidad y architextualidad. Este término fue Gérard Genette en 1982, en Palimpsestes. La littérature au second degré. Paris: Seuil; posteriormente Christopher Balme y Wolfan Welsch, en los noventa, lo han utilizado relacionado con conceptos como “comunicación transcultural” y “razón transversal”.
[vi] En boca de Matildo, Maggiolo, en esta misma obra, confirma su estrategia de referencias cruzadas entre obras: “en un libro escrito hace muchos años y titulado Materia prima, el autor cuenta muchas de estas desgracias, y enfoca la decadencia que hoy te narro” Pág. 74
[vii] Acaso esta novela sea la primera en asimilar, en el contexto dominicano, de forma integral esta estrategia discursiva.

viernes, 27 de mayo de 2011

Bordeando el río



SOCIALISMO, TRES TEMPERAMENTOS Y SEIS VISIONES DE LA REALIDAD


FERVOR PATRIÓTICO DE LOS AÑOS SESENTA

Los escritores del sesenta ostentan una herencia directa de Pedro Mir, Hector Inchaústegi Cabral, Aida Cartagena Portalatín y de los poetas de la Generación del 48, en su preocupación de de dotar a las palabras no solo de imaginación, sino también de conciencia social. En un contexto más amplio, sus búsquedas estéticas coincidieron con los aires de izquierda en boga por toda América, especialmente a raíz de la revolución cubana. Finalizados los desmanes de la Era trujillista, las ansias de justicia de estos escritores se acrecentaron con la frustración de las esperanzas democráticas por el golpe de estado de 1963 contra el incipiente gobierno de Juan Bosch, también con el ahogamiento de los aires constitucionalistas de las jornadas heroicas de abril de 1965 por la invasión norteamericana y el establecimiento de los doce años aciagos del gobierno del Dr. Joaquín Balaguer.
La ira creadora de esta generación fue canalizada preferentemente a través de la poesía, teniendo como escenario predilecto el entorno capitalino situado a ambos lados del Ozama. Eran poemas fogosos, realistas, miméticos; ideológicamente comprometidos con las masas desposeídas y contra el imperialismo norteamericano. Después de la revolución, los escritores emergentes se organizaron, según su concepción sobre el arte popular y la función de la literatura en la sociedad, en varios grupos, a saber: El puño (1965), fundado por René del Risco, Miguel Alfonseca, Iván García y Armando Almánzar; La Máscara (1965), orientado por Aquiles Azar; La Isla (1966) fundado por Antonio Lockward; y La Antorcha (1967) integrado por Mateo Morrison, Enrique Eusebio, Alexis Gómez, Soledad Álvarez y Rafael Abreu Mejía.
Dentro de este hervideros de palabras poéticas apareció en 1969, publicado por el Movimiento Cultural Universitario (MCU), como flor de excepción, la primera edición de la obra “Bordeando el río”, conteniendo doce cuentos concebidos en la mocedad de los autores Fernando Sánchez, Jimmy Sierra y Antonio Lockward; cuando estos apenas rondaban la veintena de años. En opinión de Pedro Mir, poeta nacional, en el texto introductorio del conjunto, estas narraciones breves iniciales contenían: “Una concepción muy pura del cuento, este género tan particularmente difícil que, por ciertas razones, yo asimilo al soneto en el campo de la poesía. Al mismo tiempo una visión nacional muy justa, que se aparta ya de la tradicional filiación naturalista, predominantemente campesina, que tuvimos en el pasado como materia natural del cuento. Y también una intensa preocupación por el destino de todo el pueblo.”
Si el reto inicial de estos autores, en 1969, fue arengar a cambios sociales radicales a través de palabras que confrontaban el poder político y económico; otro necesariamente ha de ser el objetivo contenido en la decena de nuevas miradas a la realidad dominicana (cuatro por cabeza) adicionadas a la edición del 2010. De oro, ciertamente, para los lectores esta oportunidad de pasar revista, por un lado a los compromisos ideológicos de entonces augurantes de una sociedad utópica, justa, equilibrada y libertaria y, por otro lado, a la visión actual de estos autores, toda vez que se puede constatar la inevitable brecha que cuarenta años de experiencias van dejando entre ideales y realidad.

Fernando Cabrera, Fernando Sánchez, Lincol López
Antonio Lockward, Jimmy Sierra, Puro Tejada

CUENTOS DE FERNANDO SANCHEZ MARTINEZ

Al adentrarnos en los cuentos de Sánchez Martínez, exitoso intelectual y siquiatra, encontramos que en su primera etapa, la del 1967, predomina un estilo narrativo fluido, breve, transparente; una exposición en primera persona, en la cual fluyen reflexiones de las protagonistas (en una suerte de monólogo interior) arraigadas al entorno capitalino, cual se aprecia en el cuento titulado “El gran pecado” en el cual encontramos el alma atormentada de un joven enfrentado a los tabúes religiosos y sociales de la sexualidad adolescente. En “El Abandono” aparece delineada la evolución del carácter de una persona provinciana (de un Santiaguero oriundo de Jacagua) que fruto de las escasas oportunidades de la ruralidad y por razones hombría se ve obligado a emigrar a Santo Domingo, en momentos de acentuado acoso y violencia policial generalizada. Con sagacidad el autor describe como lentamente se va doblegando la nobleza de este hombre simple ante necesidades de supervivencia que lo impelen a hacerse cómplice de desmanes que el mismo aborrece. En el cuento “La meta”, el autor expone los obstáculos que van surgiendo en el proceso de aterrizar los sueños. En esta historia nos muestra a dos personajes comprometidos con la concretización de una sociedad socialista que se ensalzan en un dialogo autocrítico, particularmente severo para quien, a fuerza de tropiezos, desfallece en su creencia. Al final un arrepentimiento con desenlace trágico e inesperado no es suficiente para el perdón del camarada que ha dudado. En los “Hijos de Caín” Fernando Sánchez retoma su visión binomial (de bien y mal, de pobreza y riqueza) en este caso de revolucionarios y capitalistas, siendo estos últimos los hijos siniestros de Adán y Eva.
En su segunda etapa, la del 2000, el autor mantiene la transparencia expresiva, el efectivo uso de los recursos coloquiales de la lengua (de dominicanismos), sin embargo, la serenidad del tiempo vivido o cumplido, luce sobrepuesta al fervor ideológico juvenil. Ciertamente queda el gusanillo de la justicia social, pero no tanto el fervor de lucha. En el cuento “Más allá de las ciudades” el autor confronta los conceptos fertilidad y pobreza, recurriendo nueva vez al Cibao para caracterizar personajes de provincia. Este cuento pone de manifiesto las iniquidades de nuestra sociedad, al evidenciar las carencias de recursos de las instituciones estatales de servicios tan vitales como las de salud. Nuevamente aparece el recurso sicosociológicos en los diálogos de dos generaciones de médicos que, para sobrevivir, se resignan. En “La avanzada”, nos encontramos con un retroceso romántico, una suerte de flashback en el que el autor recupera, cuatro décadas después, las indecisiones humanas, a partir de la lucha interior de un combatiente que con heroísmo se sobrepone al miedo a morir. El texto titulado “Noche frustrada”, con velado sarcasmo recupera su preocupación inicial acerca de la sexualidad; esta vez en un contexto maduro, de viejevo adepto a los happy hours, de galanteos con resultados que nos recuerdan un socorrido merengue sobro travestis de Fausto Rey. El ultimo cuento, titulado “Un millón de peso”, propone un argumento simplificado adrede para facilitar acaso moralejas, se destaca el riesgo de esterilidad de la nueva “meta” social que establece como objetivo primario la acumulación de riqueza sin importar el costo personal, la importancia de tener en lugar de ser.

CUENTOS DE JIMMY SIERRA

La versatilidad del espíritu renacentista de Jimmy Sierra, que en su obra creativa le hace tocar planos diversos (historia, literatura infantil, cinematografía, música, etc.) también emerge en su cuentística. En el cuento “Golden Star”, de su etapa del 1967, nos encontramos ya desde el título con una persistente apelación al idioma inglés (a veces al francés) al nombrar sus personajes: Mr. T. Happy, Mr. H. Smile, Madame Dollar, Mister Millions. El autor, con ironía nos sumerge en los prejuicios de las clases sociales dominantes, en las circunstancias de desigualdad y segregación capitalista que propician. La historia fluye a modo de sketch televisivo, en estrategia que avizoraba sus dotes de guionistas (verbigracia la expresión “No se admite la Chusma”, con la que se adelantó al menos en un lustro a Roberto Gómez Bolaño, el famoso comediante mejicano). El segundo cuento “El Camino” alegoriza lo que el autor consideraba la única opción valedera para la justicia social: la revolución. Sierra expone los hechos siempre de forma directa y contundente, procurando acaso registrar los niveles de violencia que contienen. Esta crudeza descriptiva se acentúa hasta niveles terribles, hasta lo grotesco, en el cuento “El hombre que no habló” en donde se exponen, de forma dolorosamente exhaustiva, los mecanismo de tortura de una policía nacional entrenada en treinta año de tiranía y de crueldad exacerbada en la gesta de abril por los mecanismos de inteligencia y agresión norteamericana. En el texto “El Aplauso” emerge nueva vez el pensar esquematizado, ya que a modo de actos teatrales van apareciendo diferentes personajes caracterizando roles sociales. El desenlace del drama propuesto contiene un ingenuo idealismo: la celebración de un pueblo que se reconoce en sí mismo.
En su segunda etapa, 2010, Jimmy Sierrra mantiene su preocupación anti-imperialista; pero matizada por una rabia exacerbada por lo relegado del advenimiento de la justicia social anhelada. En el texto titulado “El dedo infalible del General Libri Caballón”, la filiación narrativa al realismo mágico del boom latinoamericano es evidente. Este cuento contiene los pormenores de la vida de un antihéroe criollo, legendario, salvado de las aguas como Moisés, de un personero ciego capaz de las mayores subordinaciones, dotado con un toque inverso al de rey Midas, toda vez que destruye, indistintamente, todo lo tocado. Hay en estos textos recientes un mayor simbolismo y destrezas, pero también una radical frustración y resentimiento por los ideales perdidos (no sólo los sociales y políticos, también estéticos) que se hace latente, especialmente, en el escatológico cuestionamiento al rol de los intelectuales en su cuento titulado ¡Ante ustedes: Eztel Y2k Boboque!. Tras la figura de un conferenciante arquetípico, Sierra arremete sin piedad contra escritores y artistas de su propia generación, extraviados, según su criterio, en estériles y absurdos discursos (algunos referidos como vergonzantes plagios) con los cuales defienden atalayas teóricas personales, mientras se mantienen irresponsablemente de espaldas a los desmanes de la realidad social. Aparecen (como en la Divina Comedia de Dante) referidos con nombres y apellidos (a veces trucados, inversos) tanto los personajes de nuestro país de artes y letras merecedores de afectos del autor, pero, sobre todo, los de desafectos, calificados por éste (con razón o sin ella) como farsantes. En el cuento “El Banquete” reaparece la lucha de clase latente en Golden Star, pero esta vez con renovado acento escatológico. En el “Caballo de Troya”, Sierra hace una paráfrasis de la gesta y el simbolismo de la Odisea de Homero; en un original acróstico prosado hace encarnar a Ulises en el antihéroe Mijail Gorbachov, personero traidor a los ideales de Marx y Engel, que entregó, por las monedas de Judas, a la indomable URSS (Unión de República Socialistas Soviéticas) al enemigo.

CUENTISTICA DE ANTONIO LOCKWARD ARTILES

Quizás por su vocación poética sea, Antonio Lockward, el más apegado de los tres autores al uso de recursos simbólicos. Los diálogos en las historias de la primera etapa tienden a ser fragmentarios, concisos, concebidos en ocasiones al modo de versos libres. Acaso, con la parquedad de las expresiones, Lockward apuesta a la cultura del lector para completar o inventar los significados, apoyados en las claves que ya, como narrador omnisciente, va dejando en los párrafos descriptivos. En su primera etapa, del 1967, su vocación connotativa se percibe desde el título del primer cuento: “Nueve horasantas para el perdón de un Zapatero”, que alegoriza el ambiente socio-cultural (netamente tradicional, religioso y barrial) en el cual se van a desarrollar los hechos relacionados con el personaje central, un protagonista muerto. Sobre imágenes labradas con sutileza emergen referentes circunstanciales que hacen sospechar que el deceso del artesano resultó de su filiación política, esto es, que no “murió” sino que lo mataron. Su segundo cuento el “Ferrocarril Central”, nace a partir de un experimental collage con la décima “Santiaguense” de Juan Antonio Alix (1833-1918). Sobre la apropiación textual, el pastiche, se asienta también el simbolismo del decimero redivivo que en esta historia encarna una mentalidad de progreso que sobrepasa de la contemporaneidad de entonces, esto es, de la visión de burócratas y esbirros capitalistas de la segunda mitad del siglo de las luces. El Alix de Lockward representa al pensante asediado, vituperado, acorralado por el establishment, sólo por el pecado imperdonable de pensar. “La Casa Marina” encierra dos simbolismos: primero refiere la base militar de Sans Souci como lugar terrible en que, sobre la belleza del mar Caribe, los golpes de invasores y lacayos hacían claudicar al más fuerte; y, segundo, representa una patria que debiera pertenecer a todos por igual. “JERUSALEM”; la tierra prometida, la tierra santa, no es otra que “CIUDAD NUEVA”, igual que aquella en manos de plebeyos invasores. Ante la contundencia del poder imperial, hasta el idealista parece sucumbir y claudicar.
La segunda etapa de Antonio Lockward está marcada por un estilo narrativo más definido y directo, menos apegado a recursos poéticos. Con prosa depurada, comunicativa, fluyen historias contadas a medias con alevosía, en estrategia que procura mantener al lector atento a cada palabra. Así el texto “Nos Gobierna Petró” constituye una semblanza de negritud que reniega de esa apelación directa; el autor adrede deja que una voz en primera persona vaya hilando su epopéyico peregrinar a través de una media isla de negros y mulatos europeizados que obstinadamente reniegan de su origen. El cuento titulado “Barrio de las Flores” recupera la temática de las clases sociales, al contrastar la realidad de una familia pudiente, de un creciente vecindario acomodado, amenazada incidentalmente por la presencia de una prostituta y un prostíbulo que, obviamente, han de ser prontamente desarticulados por el “progreso”. El extraordinario cuento “Me llamo June”, de no tratar de una judía voluntariamente desarraigada de los tentáculos del Tío SAM, que no le gusta New York, paradójicamente identificada con el sincretismo afroantillano de una vecina, juraría que simplemente contiene (ideología aparte) una historia humana de lastimera soledad. Así, en igual circunstancias y dimensiones de humanismo universal, fluye el anecdotario final de un loco genial que, preso de una soledad abismal, por la incomprensión de todos se suicida.
En suma, sobre loables aspiraciones de una sociedad solidaria, estos tres autores han perfilado, en momentos distintos, entrañables registros de nuestra realidad. Fernando Sánchez es acaso el que en términos formales menos ha cambiado, empezó con un buen nivel narrativo en los sesenta que hoy con gracia mantiene. Jimmy Sierra, ha depurado las herramientas del lenguaje, dejando fluir, en igual proporción (quizás por la decepción de los ideales relegados) la rabia. Antonio Lockward aunque fiel a un simbolismo de dimensiones poéticas, se ha alejado de las fragmentaciones, convocándonos ahora con una hermosa prosa y una fluida técnica narrativa.