lunes, 15 de julio de 2013

JOSÉ MARMOL Y SU LENGUAJE DEL MAR

Lenguaje del Mar, José Mármol
Nueva vez henos aquí convocados por José Mármol y el mar de sus ojos, mejor, por las imágenes afortunadas de aguas abrazadas por el sol, arrulladas por la luna y siempre movidas por viento bravo; en fin por estas miradas echadas a las aguas oceánicas por la sensibilidad de este poeta dominicano.

La primera vez que nos emplazó el entrañable poemario Lenguaje del Mar fue en octubre del 2012, cuando aún inédito motivó un reconocimiento de ultramar. Los depurados y translucidos versos contenidos, tomados del zumbido de las caracolas, merecieron el XII Premio de Poesía Americana, prestigioso reconocimiento que anualmente otorga la institución madrileña, Casa de América; situando a su autor, Mármol, en un privilegiado sitial en Latinoamérica, de cara a la antigua tradición literaria de la Madre Patria, coronando sus pasos de proyección en España de su obra ensayística y poética iniciada hace una década a través de Bartleby Editores.


Esta vez nos convoca el poemario mismo, convertido en un bello volumen editado por la Colección Visor de Poesía, una de las más importantes del mercado editorial en habla hispana.  La obra llega en un momento cumbre de José Mármol, toda vez que la Fundación Corripio,  Ministerio de Cultura y un jurado compuesto por rectores de las principales universidades dominicanas, le han otorgado el Premio Nacional de Literatura 2013, el máximo galardón literario del país. Justo es señalar que el aún joven escritor ha recibido este galardón antes que las principales voces poéticas de las dos décadas anteriores, a saber, de la revolución, post-guerra y de los setenta.

Este reconocimiento a toda su trayectoria creativa confirma a nuestro profeta de “ultramar” también como “profeta en su tierra”, validando los preceptos estéticos de su poética del pensar y, sobre todo, también muestra la fortaleza de quienes (por comunión de edades, afinidades de lecturas, contexto histórico y comunión de ideas) junto a él conforman la “Generación de los Ochenta”, esto es, al más nutrido colectivo de escritores dominicanos finiseculares. Mármol, por talento propio, es la cabeza visible de un iceberg de intelectuales contemporáneos que han producido —aunque los críticos del patio apenas lo descubren— uno de los momentos creativos más importante de nuestra historia republicana, con repercusiones, en oportunidad y calidad, a nivel de la mejor poesía actual en el mundo.


En los textos de Lenguaje del Mar se aprecia un cambio de perspectiva, de fondo, en la  poética de José Mármol, pues pasa de una visión centrada en el Ser, en consonancia con Ortega y Gasset, a la celebración del Ser en sus circunstancias. Asimismo, cambios formales importantes se perciben toda vez que los poemas, aunque presentados en versos libres, refieren a una oralidad discursiva natural, más próxima al discurso prosado. Antes su estrategia era presentar su canto mediante bloques prosados acudiendo, sin embargo, a versos interiores de aliento rimado, probablemente medidos subrepticiamente; en esta ocasión, acontece lo contrario, digamos ha escrito prosa en verso, siempre con un alto nivel poético. 


Entre los méritos de Lenguaje del Mar está el de apuntalar un elemento relegado de la dominicanidad: nuestra identidad isleña, de tierra y carne rodeadas de agua por todas partes. Celebrante canta al mar, a su indefectible aura azul: “azul cielo. Azul mar”, porque “Azul es el color de lo serenamente bello, de cuanto se asemeja a la perfección.” (Azul del mar, pág. 29). De manos de Rubén Darío y Novalis, Mármol nos recuerda que también azul es el color con que la poesía dice al mundo, pintándolo de asombro y eternidad: “Allí todo es tan bello que no puede ser real”. 



Ciertamente, su medio centenar de textos constituyen, casi en su totalidad, estampas marinas entrañables: “El mismísimo, eso sí, el inmenso irrepetible/…/ el mar tuyo, el mar nuestro” (Lenguaje del Mar, pág. 13), anécdotas dichas al modo de un viejo marino conocedor de todos los puertos y de todas las veleidades de la vida: “el idioma de las olas del mar te cuenta historias. / La del chamán nativo, la del blanco aventurero, la del esclavo negro de Mandinga/…/Otras leyendas sabes, inscritas en el viento y el reproche.” (Tempestad, pág. 26)
Con fruición alguien nos habla de amor,  temor y furia, en la intimidad que provoca una taza de café recién colado: “Sopla un viento rudo/ sobres  las seis en punto del amanecer….” (pág. 14). Encandila ese sosegado aliento de quien está de vuelta, después de haber remontado las edades y las ideas; que, como buen fabulador, con ternura casi dolorosa, se regodea en describirnos la verdadera esencia de cuanto acontece en el ahora. Sus plásticos fraseos contemplativos desvelan el mar como espejo, como referente inamovible, inconmovible y eterno de lo que en la tierra pasa: “el mar se disipa, interminablemente azul, / en su hermosa paciencia / de abatido animal de la prehistoria” (Costa del sol, pág. 11).  El mar es lenguaje en tanto crisol de confidencias, al contener las biografías de los que en sus aguas se bañan.


La naturaleza (el mar, por lo pronto) alcanza sentido por el hombre: “Qué sería del mar si no fuese mirado y temido por tus ojos”. De igual manera, en biunívoca relación, la humanidad (el humano que es el poeta) existe a partir de su entorno, mucha veces metaforizado como posesión, o bien, como objeto de deseo: “Qué sería de mí sin todo cuanto admiro” (Cuerpo de playa, pág. 12). Hay en muchos de los textos, especialmente en el titulado Naturaleza viva (pág. 62), una aproximación panteísta, porque el mar (maravilloso y terribles a la vez) necesariamente es Dios o al menos lo contiene: “y Dios, entre ola y ola, / espera sin sosiego la próxima jugada maestra del azar.”  (Cíclopes y lestrigones, pág. 32). Mármol reincide con sus tópicos y sentires axiales, así nos encontramos, en el poema Dios, con las furias y demonios de Deux et machina, con su resuello herético e insatisfecho: “Lo grandioso de Dios es su secreto. / El inmensurable hálito de ser y de no ser. / El portento de hacer y deshacer en su misterio…” (pág. 17).
En las metáforas del mar reaparece Dios y, con ambos, la muerte: “Si se detuviera el mar, si se quedara quieto, / como se aleja en la tormenta la luz de los destinos. / Pero, no reposa, nunca descansa el mar”.  Para el aeda criollo, descansar significa no ser. La muerte, que no es opción para el mar ni para Dios, constituye inexorable destino para el hombre. En esta ocasión este leitmotiv se afianza, en tanto expresión de estupor circunstancial (pero sobre todo de solidaridad) de José Mármol, por aquellos que saben partirán prontamente, cual se constata en el poema En andas, en volandas (pág. 44) dedicado a Remedio Ruiz, la entrañable esposa de su hermano poeta Plinio Chahín, ya en la luz después de una feroz batalla contra el cáncer: “Entonces, / vivir o morir, en andas o en volandas,/ podrían ser dos pájaros amarrados a un vuelo/ en procura incansable del verbo amanecer.” Igual hondura emotiva aparece en su poema Desconcierto (pág. 47), en el cual la persona amada que ahora parte es su padre: “Mi padre amanecía con el sol en mi ventana. / Otra vez los pájaros que perdieron su cielo. / Otra vez el instante de aquel último suspiro. / La mirada tan suave, amorosa, comprensiva, / cuya luz se apagó atrapada entre mis dedos.”


La preocupación antes referida de asociar el mar a la identidad dominicana se siente en poemas como Amor fugaz de puertos y astilleros, en verso como: “El atlántico es un puerto diminuto, brilla como la plata de mis ancestros, / huele a caña, a sudor, a ron de juerga” (pág. 25); asimismo en los poemas Boca Chica (Ready Made) y Sanquipanqui (págs. 31 y 41, respectivamente), los cuales contienen retratos vivos de pintorescos personajes criollos (varones y hembras de pieles broncíneas) que pueblan las playas en procura de sustento y visas para soñar.

Similar aproximación a nuestra anatomía erótica aparece en el poema Rapsodia Tropical, en el que una soberbia mulata gozosa sin pudor se contonea, menea sus carnes como olas: “Ondulatorio, si. Ondulatorio eso. Descomunal el fuego anudado en sus caderas.” Igualmente folclórica, aunque esta vez rozando lo grotesco, es la caricatura de nuestra condición insular y tropical, perfilada en el poema Agosto 22 (pág. 45) a partir de la paradoja de un sentido temor por uno de los tantos huracanes tropicales que usualmente nos azotan, los cuales en definitiva representan una fuerza catastrófica menos letal que el pandemónium de corrupción e impunidad que cotidianamente nos arropa: “La nación sigue presa de rufianes y farsantes; / en la tele resucitan los payasos del poder. / Esperábamos la fuerza vital del huracán. / Esas ráfagas tenían un aire de salvación.” 


Nueva vez José Mármol se solaza en el Eros, se aventura por el mar de los sentidos, por la irresistible belleza de su serenidad concupiscente, por la “la inocultable memoria de un deseo” (Cuerpo de playa, pág. 12). Lo sexual se expresa con posmoderno desparpajo, con insólita libertad aun para la poesía, principalmente en el texto titulado Autoerotista (pág. 60), en el cual el “coito” se realiza virtualmente, a través del teléfono, en sublimación onanista: “Me excita la fragancia de un vocablo soez. / Soy carne temblorosa, hechizo del pudor, / y mi voz no es la voz / soy yo misma estremecida en la yema de tus dedos./…/Soñé que moriría en la fiebre de sus pechos, / sin saber de qué flanco provenía su voz.”

Ciertamente, el poeta celebra el Eros y a la mujer, esta vez encarnada en sirena  (“un portento de concupiscencia”) que convoca al placer, cual se aprecia en el poema Boca Chica (Ready Made) ya referido. Sin embargo, Mármol en vez de abandonarse sin límites por la piel deseada, en ocasiones retrae, contemplativo, su sensibilidad. La mujer, indudablemente querida, aparece como propiciadora de pequeñas muertes cotidianas acicateadas por las inevitables rutinas que acontecen en el breve metro cuadrado de convivencia. Este abordaje crítico —de las luces y sombras de la relación de pareja— constituye una primicia en su extensa producción poética.

Los litigios de su amor se aprecian en poemas como Enojo, cuando nos confiesa “He descubierto a solas un erizo en la playa./…/Más allá de la frágil hermosura que lo encubre, /un erizo lastima, no importa los motivos. / Una mujer embiste, no importa cuánto amor le prodigues en la pelvis, / no importa siquiera si importaran los motivos.” (pág. 21).  Igual tono beligerante aparece en el texto Agravio (pág. 51): “Una mujer esconde, en sus adentros, / un miedo a los trapecios, a las simas, los caminos, / una fiera salvaje que domesticar. / Una mujer se traga los vinagres de su pena, / prefiere los abismos a las puestas de sol”.  En similar tesitura de despechado amor está concebido el poema Turno del ofendido (pág. 63), como muestran los versos siguientes: “Si el amor te brotara como te brota el odio./…/Si del mar me hablaras, habitante de tus ojos, /  aún fuera en angustia de domingo por llegar./…/Si el amor te brotara como supura el odio en tu mirada.” En fin, versos de desamor, como para dejarnos arrobar por el aroma y ritmo etílico de una bachata.



En el poemario Lenguaje del Mar no todo es mar, memorias hay de otras instancias. En numerosos textos el poeta hurga en el baúl de sus recuerdos más caros, conjugando otros contextos, otros tiempos y otros seres. Así en el poema Casa recupera anécdotas de su infancia provinciana, mientras que una nostalgia viajera fluye  en el poema Rues Saint Honoré (pág. 36), palpable en los versos: “Sabe mejor el chocolate si el invierno azota / en las esquinas húmedas del centro de París. /…/ Sabe mejor el chocolate si es verano, si es en casa”; asimismo en Promesa (pág. 54) cuando expresa: “Nieva en Berlín, estoy lejos de casa,/ la blancura de afuera deja en su despedida / un susurro de promesa que no pudo cumplir”. En Why not (pág. 38) también aflora esta inefable melancolía por el origen; la escena acontece en un lugar extraño, el Club Blue Note de Manhattan en New York, pero el protagonista, Michell, que hace divagar la imaginación a través de sus variaciones jazzísticas desde las frialdades del norte hacia las costas soleada del Caribe no es foráneo, pese al nombre adaptado al acento anglosajón; se trata de Michael Camilo quien, como Mármol, es dominicano de pura cepa y hasta la muerte: “Que de mi tumba el mar Caribe sea.” (Ocaso, pág. 52).

El mar ha hablado a través de su médium, José Mármol, ahora toca a cada uno de nosotros bañarnos en sus cálidas palabras preñadas de imágenes deslumbrantes y sentimientos.


© Fernando Cabrera