jueves, 20 de diciembre de 2018

Pensar y sentir de mujer, en la exposición colectiva “Divergencias radicales”

Artistas participantes en la colectiva "Divergencia radicales"

Para romper el hielo, dos temeridades: una, esta es una de las mejores muestras colectivas del 2018; y dos, no es una exposición feminista, aunque no estaría mal si lo fuera. 

La singular exposición “Divergencia radicales”, organizada por la emergente Asociación Dominicana de Artistas Visuales (ADAV) en el Centro de Convenciones y Cultura Dominicana UTESA, llama a la atención por la convocatoria aguerrida del variopinto universo de creadoras dominicanas contemporáneas. Dado que se trata de exponentes femeninos en su totalidad, es inevitable pensar que se trata de otra batalla de los sexos, de discursos artísticos orientados hacia la oposición total y aguerrida contra el contexto de patriarcado, el abordaje del problema de la invisibilidad social de la mujer, el ahondamiento en las circunstancias históricas de discriminación, o bien, que recoge los pormenores del proceso de  confrontación de género que viene dándose en las sociedades occidentales a partir de la década de los sesenta en todos los ámbitos de la cultura, incluso a lo interno de la lengua misma, en donde se apela a un lenguaje inclusivo. Pero precisamente, este evento llama a la atención porque su línea conceptual central no es de índole sexista per se.

Obviamente, es natural que la presentación de un inventario de hallazgos estéticos y logros creativos de un colectivo homogéneo refuerce el posicionamiento genérico. Lo que es palpable, como veremos después de catar las sensibilidades expuestas, es el sentimiento de empoderamiento absoluto, el uso del albedrío creativo de la mujer en tanto sujeto, al margen de ideologías, tabúes, prejuicios y tradicionales condicionamientos. Las artistas han elegido expresarse de formas diversas, o divergentes, en función de sus necesidades y aspiraciones, de las urgencias de sus individualidades. Las radicalidades en las diferenciaciones discursivas, más que como oposición, se constatan en los grados de riesgos asumidos por cada creadora para expresar su perspectiva del tiempo presente.

Insisto, la confrontación genérica no es el tema axial de la exposición. Las divergencias no están ahí, deben buscarse en las formas que estas creadoras perciben su entorno y en los elementos que privilegian para su apropiación emotiva del mundo. Hay divergencias en motivos, lenguajes, medios, recursos y técnicas utilizadas. Hay divergencias en los tratamientos, algunos tradicionales y otros experimentales. Hay divergencias en las perspectivas, pues algunas se aferran al plano, en tanto otras procuran la tridimensionalidad. Unas prefieren métodos pictóricos, otras se afianzan en el dibujo, moldean piezas escultóricas o se inclinan por lo efímero de las instalaciones y las ejecuciones audiovisuales. Con fortuna, las obras expuestas van de lo descarnado a lo preciosista, del barroquismo a lo kitsch, del realismo al surrealismo, desde el plano a la tridimensionalidad, configurando divergencias –y también convergencias– en formas y fondos que procuran contener, y trascender, las circunstancias.

En fin, la exposición “Divergencias radicales” recoge gran parte del portafolio del arte hecho por mujer en estos momentos en el país, unificado bajo el contexto de una “contemporaneidad” que abarca propuestas cuya conceptualización se originaron en el contexto finisecular, desde finales de los ochenta, pero también visiones discursivas recientes que bordean el emergente universo de las “millennials”. Veamos, a continuación, el abigarrado inventario creativo propuesto.




a)       Sensibilidad social

El tratamiento de las circunstancias sociales enfrentadas por la mujer es abordado con vehemencia por Inés de Tolentino, artista radicada en Paris desde hace años, con dos obras, en la que predomina un dibujo de líneas firmes y limpias como de trazos de plantillas rememorantes tanto del “Pop art” como de las infantiles mariquitas recortables. Tolentino, sobre un sutil tramado gráfico en la que predomina el collage de papel moneda y un material rojizo transparentes, tipo encajes, perfila a una joven en medio de los avatares sórdidos del amor vendido. Son retratos que testimonian de forma contundente la moderna trata de blancas, o mejor: la objetualización de la mujer, sometida al placer del hombre. Por el collage de tipos de moneda (euros, dólares) las obras parecen aludir a la realidad de mujeres criollas que, obligadas por la miseria, se prostituyen en sociedades del primer mundo. El sutil fondo floreado, a modo de cortinas o sabanas, no logra matizar la tragedia.



Judit Mora, por su parte, aborda el drama humano de envejecer. Propone dos retratos en los que se perciben los efectos alienantes propios de la decrepitud, del pasar de los años. En el primero aparece un anciano de rostro definido mediante un dibujo realista y detallista en matices grises, cuyo medio cuerpo aparece apenas delineado a partir de aguadas pinceladas a manos libres. El detonante imaginativo nace de un trazo continuo de pincel grueso en azul que dota al viejo personaje de una actitud napoleónica como alegorizando locura. En el otro cuadro se aprecia igual tratamiento para un rostro femenino envejecido. Esta vez la línea azul perfila una cortesana tipo Maria Antonieta, o bien, Juana la loca.



b)      Visión identitaria

Más que en la confrontación sexista, en esta exposición se da en la vertiente identitaria. Como veremos, al menos tres pintoras exploran de forma explícita los rasgos fisionómicos y culturales afrocaribeños.

Destaca Iris Pérez con su siempre impactante tratamiento de la idiosincrasia criolla, con sus estudios anatómicos y sus emocionales retratos. Esta artista presenta dos cuadros de simplificada composición. En el primero, “Colección vital”, sobre trazos escriturales esquematiza a una mujer entre rosas y espinas. Del rostro de perfil destaca el ojo alerta matizado por una sombra azul, y los rojos labios que remiten a un anecdotario romántico. En tanto, en los “Camino del ser”, también enmarcados por espinadas rosas, se destacan dos seres (un tanto andróginos), colocados de espaldas, acaso espejeados, en actitudes congeladas como de tótems, o bien, de cuerpos en un sarcófago. Las posiciones inertes de los individuos contrastan con los ojos abiertos, creando la paradoja de seres suspendidos pero contemplativos. La rigidez de los cuerpos parece referir la muerte, pero el mirar ávido a la vida. Como en Oswaldo Guayasamín, nos abocamos a retratos de línea fuerte, de impactantes claroscuros.




Asimismo, Yuli Monción, en su memoria diluida titulada “Algo que casi me soñé”, de ambiciosa factura y bien lograda terminación, nos ofrece un trabajo de dibujo intenso en el cual abundan, trazadas con líneas firmes, formas lanceoladas y matices de sombras húmedas. En primer plano emerge una composición de mujeres negras que, al integrarse a la selvática naturaleza onírica, nos remiten al África.

En igual tesitura se expresa Lucia Méndez en el díptico que contiene la “historia de una herida”.  Con un expresivo dibujo, destaca la especificidad racial de mujeres un tanto legendaria, de abuelas negras, cuyos vestidos sólidos, cerrados, ofrecen entrañables planos de texturas y colores. En estos rostros se percibe fuerte dolor, angustia, desamparo, por las heridas que, en pechos y corazones, infringen los zarpazos que a diestra y siniestra va dando la muerte a su paso.





c)       Montajes verticales esculto-pictóricos

Procurando despertar un sentimiento de “extrañeza”, algunas de las expositoras acuden a un cambio de perspectiva visual y a la dilución de la sutil línea entre los géneros visuales. Así tenemos a Lucía Albaine Schott que nos convoca a un nuevo mundo a partir del montaje, sobre el plano de una circunferencia bermellón vertical, de piezas de cerámica que remiten a un entorno mineral enriquecido por texturas de corales y conchas cubiertas de lava o savia derretida.

De igual manera, Thelma Leonor propone una instalación, a modo de relieve, de piezas de cerámicas. En la misma, tubos arcillosos, de unas seis pulgadas de largo y dos de ancho, definen dos circunferencias concéntricas, como labios vaginales. En el centro de la composición, y unas pocas rezagadas fuera de él, se concentran manzanas ennegrecidas, acaso por el pecaminoso placer, a modo de fluidos espermatozoides. Digamos que si no de fertilidad reproductiva y goce, el trabajo de Thelma lo es de fecunda imaginación.




d)      Experimentaciones pictóricas tridimensionales

Con la misma estrategia de asombrar al diletante, América Olivo hace una apuesta eclética al volumen y a los materiales, proponiendo, primero, un acolchado rectángulo en tela en el cual se asienta una espiral cromática apastelada a modo de arcoíris simplificado, compuesto a partir de degradaciones del verde, rojo y amarillo, que invita hipnóticamente a una divertida búsqueda abstracta. Y, segundo, con una gran circunferencia en pronunciado relieve aumenta la apuesta a los efectos ópticos y cinéticos. En ambas obras se apoya en la tridimensionalidad y en la ornamentación barroca, expresada en la última mediante triángulos apastelados matizados con lentejuelas, alfileres y placas metálicas de diferentes colores y texturas, distribuidas aleatoriamente en abierta provocación lúdica. Ambos trabajos proponen el adorno, la ornamentación kitsch, como signo de la civilización de lo aparente y, cual diría Mario Vargas Llosa, del espectáculo.

Asimismo, Gina Rodríguez, con otra obra de experimentación esculto-pictórica, retorna a los años de finales de los noventa, y a su mejor momento creativo, expresado en su exposición “Ojos de bolero”. Sobre un paño amarillento con un fuerte tratamiento de texturas y manchas ocres, doradas y cobrizas, emerge una composición geométrica, seriada, formada a partir de nueve circunferencias dispuestas a modo de pupilas móviles; una de las cuales, la central, contiene la provocación de una bombilla eléctrica que al iluminarse actúa como eje central de su experimentación visual.

e)      Mitos y fabulaciones

No todas las provocaciones son formales, algunas exponentes mantienen la integridad de las técnicas pictóricas y desplazan sus búsquedas hacia planos de contenidos, de significados. Es el caso de Maritza Alvarez, la cual conocí como fotógrafa en un paradigmático trabajo sobre cementerios. Esta vez expone un díptico en el cual grafica una equilibrada visión de la sexualidad humana. Por las manzanas y la foresta parecería procurar la recuperación gráfica del mito bíblico de Adán y Eva. En el primer cuadro aparece la anatomía del varón con su sexo enhiesto, sobre un fondo rojo que responde al estereotipo de la pasión y acaso de la violencia. En la otra obra aparece el cuerpo de la mujer sobre un fondo azul, acaso procurando decodificar este color para hacerlo simbolizar, contrario al uso, la femineidad y la naturaleza pródiga. En ambos trabajos, lo erótico parece sugerido sutilmente por caballos de madera que aparecen en primer plano, necesariamente alegorizando un juego que no puede ser otro que el ayuntamiento de los cuerpos.




De igual manera, Gini A. Berrido, sobre superficies pintada con acrílico con tal técnica de brillo y limpieza que simula la fina terminación del óleo, nos propone dos fábulas nocturnas. La primera obra presenta un panorama coronado por una gran luna llena encima de una línea de horizonte definida por modernos edificios iluminados que sirven de telón de fondo a una figura, mitad Lego y mitad humana, que cosecha rosas rojas, en tanto es contemplado por una multitud expectante de figuras antropomorfas apenas delineadas. El otro cuadro, con la misma luna y la foresta, refiere una especie de deidad que tanto puede simbolizar al viento como a una etérea entidad ancestral que metamorfosea en terrosa humanidad.




f)        Barroquismo visual, surrealismo, figuración abstracta y extravagancia matérica

Con experimentaciones en el plano pictórico, la mayoría de las exponentes se aventuraron por la incorporación mediante collages, materiales y referencias diversas, de elementos que procuraron enriquecer, más allá de las posibilidades de la línea y el color, sus discursos visuales. Así, Pilar Asmar presenta, con buena factura, dos trabajos oníricos, surreales, que combinan rostros y cuerpos de trazos realistas sobre composiciones selváticas. En uno destaca un metafórico corazón colgado de la luna, en tanto en el otro acontece la recomposición de la figura humana en un contexto diluido, cual, si se tratase de la armonización de la identidad del Ser individual en la naturaleza. La textura y los colores son llamativos.

En tanto, Josefina Berrido, apuesta radicalmente al collage, ofreciendo una composición gráfica aguerrida a partir de cartones de diferentes textura y colores, y de papeles superpuestos diluidos por una aguada amarilla que actúa como luz diurna, definiendo un fondo acuarelado a una figura central carnavalesca: una quimérica mujer, una crisálida humana, dispuesta a la concupiscencia. Nueva vez la preponderancia de elementos ornamentales y el barroquismo cromático referido en otras piezas expuestas.




Marcia Guerrera, por su lado, presenta dos trabajos de figuración abstracta, concebidos a partir de una cuidada elaboración de planos de colores macizos en los cuales predominan matices ocres, azules y verdes. Los cuadros presentan un fuerte entramado de líneas verticales y horizontales que al coincidir definen formas geométricas invasivas, perfilan superficies y formas, que desembocan en una suerte de crucigrama matérico, de un barroco calidoscopio de tonos enriquecidos que procuran atrapar la selvática esencia del suelo marino.

De manera coincidente, Myrna Ledesma, propone un paraíso tropical concebido al modo de la grafía de Wilfredo Lam, contenedor de una abigarrada trama de múltiples planos de color. El barroquismo formal, de troncos convencionales pero cubiertos de cáscaras y hojas pletóricas de texturas con arabescos, acaso, con su atrevida celebración de la luz, procura crear una metáfora de la diversidad de las selvas tropicales y lo real maravilloso de la cultura latinoamericana. Es un cuadro preciosista en el cual la autora se ha tomado muchos riesgos.

Como excepción, la caótica cotidianidad de Rosalba Hernández contrasta con los febriles juegos visuales coloridos de las exponentes referidas en esta sección, especialmente con el florido universo de Ledesma, al plantear en dos cuadros monocromáticos, concebidos sólo a partir de la gama de los grises, composiciones un tanto naif basadas en miríadas de figuras antropomorfas, construcciones urbanas y apenas vegetación, el retrato carnavalesco de nuestra sociedad criolla. Ambas obras de Rosalba, en un golpe de mirada alegorizan cuanto acontece, tanto ridículo como sublime, en nuestros barrios populares y ciudades tercermundistas.




g)       Sensibilidad 3D: instalaciones, esculturas y ensambles.

El carácter antológico de esta exposición se afirma en la inclusión de los principales géneros artísticos que las mujeres dominicanas están cultivando, palpable en los trabajos desligados de la pintura referidos a continuación.

Así tenemos que, Marivel Liriano, participa con la sobria instalación titulada “Organícense. Organícense”, la cual, a modo de inventario, sobre un elongado paño negro, presenta una colección de embalajes blancuzcos de diferentes formas y tamaños, dispuestos en torno a líneas que parecerían retratar a Danilo de los Santos. De estar dedicada a Danicel, esta instalación ha de referir los aprestos del viaje emprendido por el admirado artista hacia la luz, hacia la eternidad. A partir de la hoja de vida del principal historiador del arte dominicano, y del título de la instalación, aflora, como una suerte de moraleja, la impostergable necesidad de los artistas de abocarse a la solidaridad, a contundentes muestras de apoyo mutuo como el expresado en esta exposición para enfrentar, sobre las divergencias y convergencias estéticas, los riesgos y distracciones de esta apremiante globalidad líquida.



De forma provocativa, Guadalupe Casasnovas, nos deleita con bien logrados ensambles de madera de vetas finamente pulidas y bisagras metálicas. Sus artefactos escultóricos que, por su detonante versatilidad me recuerdan los antipoéticos de Nicanor Parra, representan tanto animales de caparazones articulados, tipo camarones y langostas, como dispositivos maquinales, tecnológicos, verbigracia la obra titulad “Obturador” que representa al diafragma o pupila mecánica utilizada por las cámaras fotográficas para atrapar la luz.

Asimismo, Evelim Lima, nos propone su instalación denominada Barreras de espinas, de la serie 13, constituida por once conjuntos escultóricos, compuesto por una base de charamusca o viruta de madera de las que emergen escuálidas y deshojadas ramas espinadas junto a las cuales yacen rosas de hierro, como en una suerte de metáfora otoñal de lo efímero de la belleza, o de la fragilidad de la vida.

Convocando al vértigo, Patricia Castillo, presenta una instalación conformada por dos triángulos de cáñamos de colores contrapuestos (blancos y negros) que suspendidos desde el techo sostienen dos troncos rústicos de unas treinta pulgadas de largo y un diámetro de unas cuatro pulgadas. La artista llamó a este trabajo Patatús, nylon y madera. El patatús, intuyo, sugiere la impresión de mareo del diletante al procurar, del cielo al suelo, atisbar sentidos de esta composición.

Saltando del plano pictórico, Iris Pérez, completa su participación con dos esculturas verticales de la serie “Bosque Tropical” que, en la misma línea identitaria de sus pinturas, procuran visiones ancestrales y telúricas, esta vez a partir de troncos de madera Campeche, de poco más de un metro, con ranuras verticales con incrustaciones de cerámicas multiformes seriadas.




h)      Performances audiovisuales

Completan el abigarrado inventario sensible, cuatro provocativas y comprometidas realizaciones audiovisuales, a saber: Maricarmen Rodríguez, en “Dembow Inevitable”; Sole Fermín, con “Amen de Mariposas”; Mónica Ferreras, en “El piquete”; y Lina Aybar, con “Huellas”. Pienso que para mayor comprensión y disfrute, convendría que estos espectáculos –performances, o bien, producciones audiovisuales– sean proyectados en una sección especial de cinefórum, o mejor, representados en vivo en una de las modernas salas del mismo CCCD, quizás como acto de clausura de esta exposición.

A modo de conclusión

Al final, y concluyendo el año 2018, justo es reconocer al Centro de Convenciones y Cultura Dominicana UTESA sus acertados criterios de gestión cultural mostrados hasta el momento y su política de inclusión abierta que va –y esto sólo relación a las artes visuales– desde la celebración de los artistas consagrados, expresado en la excelente muestra pictórica de Antonio Guadalupe, y el estímulo de figuras emergentes como Melanio Germán y sus versiones iconográficas de la Virgen María y sus advocaciones, hasta la apertura a colectivos creativos pujantes como el Grupo Fotográfico de Santiago (GRUFOS) y la emergente Asociación Dominicana de Artistas Visuales (ADAV) propiciadora de ambiciosos proyectos como el que nos ocupa, esta exposición “Divergencias Radicales”, contentiva de algunos de los principales discursos del arte concebido por mujeres en la actualidad. La filosofía académica, universitaria, que hay detrás del CCCD necesariamente ha de actuar como antídoto contra todo tipo de elitismo y voracidad materialista.

Enhorabuena a las artistas, curadores, museógrafos y organizadores de esta importante muestra.




© Fernando Cabrera

jueves, 13 de diciembre de 2018

“Al filo del desagüe”, desahogo danzario de Maricarmen Rodríguez

Maricarmen Rodríguez en "Al filo del desagüe"

Maricarmen Rodríguez tiene una figura lánguida, sublime y la más amorosa sonrisa. La conocí hace años, me decía que era bailarina. Y sí, bailaba al caminar, pero en las tablas, sobre el escenario, no la vi hasta ahora, cuando se ha desdoblado sobre su timidez para ser otra, la ninfa, la deidad ágil como gacela, devoradora de emociones. No tardé en conocer de su exitosa trayectoria en la Compañía Nacional de Danza Contemporánea.

Hoy la he disfrutado en “Al filo del desagüe”, un apasionante monólogo o desahogo corporal, una valiente apuesta coreográfica de danza moderna. Ha participado con esta singular danza teatralizada sin diálogos verbales, pero si gestuales, en el X Festival Internacional de Teatro de Santo Domingo, junto a dos representaciones unipersonales, “Museum” y “Cuenta, Yova, cuenta” realizadas por Javich Peralta e Ingrid Luciano respectivamente, bajo el título de “Tríptico”, en función ofrecida en la Sala Julio Alberto Hernández del Gran Teatro Cibao, este jueves 13 de diciembre. Estoy gratamente sorprendido por el alto nivel de profesionalidad exhibida en las tres cortas pero intensas representaciones. La complicidad de años me ha obligado, en primera instancia, a mirar atentamente el profesional danzar de la musa santiaguera. Oportunidad habrá para abordar críticamente las otras conmovedoras y convincentes actuaciones.

Maricarmen, por su parte, logró encarnar convincentemente a una mujer sometida, pero de sangre hirviente; con movimientos de ninfa por un bosque de sombras y apena luces. Para su drama danzado la música fue, más que fondo, argumento indispensable al ofrecer la dramaturgia faltante, la provocación dramática, el perfume embriagante para la pasión y la crisis existenciales dibujadas en la tridimensionalidad por su cuerpo esbelto, elástico y vigoroso.

El vestuario y la escenografía, concebidos por ella, no pudieron ser menos. Apenas un sillón de rojos cojines iluminado en un plano medio y, al frente a la derecha, un árbol de pino sintético. Durante toda la escenificación de “Al filo del desagüe”, la danzante Maricarmen apareció apenas vestida con una bata negra transparentada y una braga carmesí que parecía erotizarse en las rutinas de entregas sexuales indeseadas a las que obligan las normas sociales. Después, este minimalista vestuario se amplió con un delantal que, como referente visual de tradicionales roles, se hizo extensión de su pelo, de su ser domesticado.

Durante toda la función, de los que nos habló el rostro dolorido y el grácil cuerpo tensado armónicamente como cuerda de acero, fue del peregrinar de su género, del femenino, enfrentado al mundo hostil y discriminante que cantó Aída Cartagena Portalatín en su poema “Una mujer está sola”. La danzante, indecisa, expectante, inició su insólito danzar reajustando obsesivamente su segunda piel, el ropaje de los convencionalismos, mostrando su inconformidad contra los contranaturales corsés que le impone la sociedad a la mujer para ocultar su corporeidad sexualizada. En este contexto de autorregulación, de represión autómata, con una presencia que lo inundó todo resonó una “Serenata Cubana” tocada por los dedos ciegos de Frank Emilio Flynn. Estremecían aquellos acordes clásicos, rápidos, expresivos, aquellos adornados arpegios gorgojeantes que enmarcaban el ingenuo coqueteo de quien, asintiendo maquinalmente en la espera (del tren, el autobús, la pareja, de Godot o algún sentido de la vida), resignadamente se entregaba al azar.

Los gestos de la danzante lucían entonces rutinarios, hasta que de forma inesperada se detuvieron totalmente. La danzante, entonces, se desplomó sobre el sillón que precariamente adornaba el escenario. Desde la sumisión, desde una posición lastimeramente subordinada, aquella adoradora del movimiento permitió que acontecieran los rituales de un cuerpo tomado por voluntad o sin ella. Lo que devino fue un agónico agitar, la egocéntrica objetualización de la persona. Un silencio duro como piedra pautó el crimen de la libido. El ayuntamiento copulatorio fue propuesto a partir de piernas abiertas en toda su posibilidad, en un imposible ángulo de 180 grados que dejó al descubierto, indefensa, la delicada intimidad.

Tras el metafórico coito, se desató el caos. De manos de la virtuosidad de Flynn, esta vez en la pieza “Rapelle Toi”, autoría del también compositor cubano Ignacio Cervantes, el escenario se llenó todo de una sonoridad convocante de reminiscencias. Las manos ciegas para la luz del concertista, no lo fueron para la memoria; hicieron resonar las teclas blancas y las negras con sus alientos en bemoles y sostenidos pariendo armonías más que disonancias, a partir de las cuales, después del indeseado sexo, la danzante detenida, congelada, rompió la inercia para vestir, también obligada, los demás roles impuestos por la conservadora sociedad de su entorno.

El delantal corporizó los milenios de cultura patriarcal. Modosita en lo aparente, la danzante Maricarmen integró sumisamente a su anatomía aquella extensión infame, hasta que, en simbólico gesto de parir –o mejor, de menstruar– aquella pieza de infortunio dejó fluir en círculos, la rabia contenida. Sin embargo, la simulación filial, familiar, la conformidad, la venció como siempre. Cansada, sometida, nuevamente se dejó caer en el rojo sillón de sus lamentos.

Yació inerte, desesperanzada, sobre un silencio doliente, por unos pocos segundos que se antojaron eternos; hasta reaccionar marcialmente ante la agresión de un irritante timbre que preconizó el advenimiento de los ruidos de la calle, los estertores de una cotidianidad decadente. En la banda sonora, grabada con alevosía, se percibía la prisa maquinal de la época, la absurdidad de la emergente posmodernidad de signos escatológicos cruzados, acentuada magníficamente por los arpegios de la vibrante trompeta asordinada de Louis Armstrong en la pieza de jazz blues titulada “Saint James Infirmary”. Aún vestida de intimidad opresiva, la danzante asistió a un devenir pautado a partir de ajenas voces de deportivas y noticieros televisivos, de intrascendentes diálogos familiares y barriales. Este fue el clímax de su ritual dramático y danzario.

Después de los estertores crepitantes del día a día, devino la calma. Nos percatamos que se avecinaba una última concesión vital. En el extremo derecho del escenario, a modo de simbólica redención, fue tomando importancia el icónico pino. Su lanceolada forma no tenía otra intención que apelar a nuestra sensibilidad expectante, a esa condición humana que, aún en las peores circunstancias, jamás se resiste a la fe y a la utopía. Con la motivación de la celebración de la natividad cristiana, de la navidad, la danzante pareció recuperar algo de aliento, en tanto se abocó a cumplir con el libreto de la manada, con el guion social de temporada. Maricarmen, la danzante, estaba lista para un final que auguraba el reinicio del marcador de los pesares por venir. Sin mayores recursos técnicos, la simple ornamentación de aquel árbol navideño preludió el desenlace de aquella danza, la pausa del del movimiento, la dilución del sonido en el silencio y a la degradación de la iluminación en el negro de un escenario que no precisó la caída del telón.

Confieso que he disfrutado esta coreografía de singular estética, de eclecticismo técnico que tanto nos hace rememorar a François Delsarte y su “gimnasia expresiva”, a Emile Jaques-Dalcroze y su apuesta a cuerpos poseído del espíritu de la música, como a Rudolf Laban y su apuesta a las aceleraciones y los frenos repentinos para signar la tensión o distensión dramática.

Lo cierto es que Maricarmen Rodríguez en este entrañable desahogo se ha valido de todo. Más que bailar –y lo ha hecho estupendamente, pero alejada de las formas clásicas–, ella ha vivido. La frágil mujer enardecida por los sonidos y los silencios pasó a expresar libremente sus necesidades mediante cada parte de su cuerpo. Más allá de las armonías preciosistas usuales, su ser se desarticuló rítmicamente en viscerales reacciones para expresar angustias existenciales reprimidas, en fin, las humanas esperanzas que obstinadamente se diluyen en lo nimio, lo inútil y lo intrascendente.




© Fernando Cabrera