Portada del poemario Mapa al Corazon del Hombre, Carlos Gómez, Isla Negra Editores |
Para aquellos apegados a objetividades, nuestra
capacidad de accionar y reaccionar ante las circunstancias anida en el cerebro.
Aun siendo esto un hecho científico irrefutable, lo cierto es que aún muchos preferimos
preservar la hermosa metáfora del corazón como motor de las esencialidades que nos
hacen especiales entre los seres vivientes.
En realidad, la humanidad siempre ha estado a
gusto con las bondades simbólicas insustituibles del corazón. Vale recordar que
nuestros ancestros lejanos —y aún los últimos caníbales caribeños— ofrendaban o
consumían los corazones de sus guerreros, para contagiarse de sus cualidades
extraordinarias. Nos importan las cosas del corazón por el simple hecho de que si
éste deja de latir indefectiblemente perece. El cerebro puede sufrir algunas
atrofias terribles y seguir funcionando aunque queden inhabilitadas algunas de
sus capacidades críticas, pero el corazón jamás puede abandonar, si no para
morir, su única función orgánica de bombear sangre oxigenada hasta cada una de
nuestras células.
Con sobradas justificaciones, el cerebro puede
considerarse centro (¡cuánta tentación de decir “ considerarse corazón”) del
cuerpo que lo cobija. Mas, el alma, esa etérea
entidad que los versículos de Dios y los versos del hombre nombran, dueña de
nuestra aspiración de eternidad, pertenece exclusivamente al corazón. Y es que
ese simple órgano, músculo débil ante las tentaciones y las virtudes, se
transforma en indomable acero cuando el Ser que lo contiene lo requiere. Basta una
amenaza a su integridad, un intento de acorralarlo, para que a fuerzas de
acelerar su paso, inunde de adrenalina el
torrente sanguíneo, desatando una furia insospechada y un desinteresado amor que
todo lo puede.
El mayor tesoro para nosotros es, pues, el corazón;
tanto por lo que anatómicamente hace, como por lo que simbólicamente
representa. A los tesoros —y esto lo saben Francis Drake y los demás piratas—, sin importar si
son tangibles o inmateriales, hay que cuidarlos. De ahí que deban estar
convenientemente camuflados. A más preciados los tesoros, como el corazón,
mayores han de ser las salvaguardas contra todo tipo de codicia; más
recónditas, herméticas e inextricables, las fortalezas y los códices que los
guarden. Enterrarlos siempre será una buena opción, pero también confundirlos entre
baratijas puede despistar a ojos intrusos. La estrategia adecuada (y para determinarla no
hay necesidad de recurrir a Maquiavelo
ni a Sun Tzu en sus artes del poder y las guerras) será la que mejor acomode a
cada quien, según sea su personalidad discreta u osada, pasiva o agresiva.
Carlos Roberto Gómez Beras, es de los últimos;
desde su piel de león, apremiado por una salvaje —y a la vez ingenua— valentía,
nos reta a llegar hasta su corazón que, en
su poemario “Mapa al corazón del hombre” poesía 2008-2012, ha camuflado tras lo
evidente. No sin malicia, en manos conocidas y extrañas, ha depositado las
cifras hacia su esencialidad más cara. En bandeja nos ha brindado una guía
completa, un cuaderno de bitácoras atiborrado de letras sobreimpresas,
subrayadas, en itálicas y con fulguraciones palpitantes de neón. Obvio, trampas
hay. No obstante la provocativa transparencia de sus versos breves,
coloquiales, del prosaísmo ocasional en su aliento figurado, el autor obliga a
un arduo peregrinaje de signos regados en las entrañas de las grandes islas
caribeñas de su lengua, a ser superado sólo por los más aptos.
Los que opten aventurarse por su sensibilidad deben evitar, cual me ocurrió inicialmente, la natural tentación de prestar atención únicamente a las manifestaciones de su habla, necesariamente boricua porque en esa tierra del edén su pasión poética tuvo origen. Como veremos adelante, otras raíces hay que cruzan los mares.
Los que opten aventurarse por su sensibilidad deben evitar, cual me ocurrió inicialmente, la natural tentación de prestar atención únicamente a las manifestaciones de su habla, necesariamente boricua porque en esa tierra del edén su pasión poética tuvo origen. Como veremos adelante, otras raíces hay que cruzan los mares.
En cuanto a lo primero, es claro que la
pertenencia de este poeta a la tradición literaria puertorriqueña no sólo es
inevitable, también imprescindible. Basado en una lectura comparada de este poemario
con parte de la producción Letra viva: Antología,
1974-2000 publicada por la Colección Visor de poesía, del excelente poeta
puertorriqueño —amigo por demás— José Luis Vegas, me atrevo a sugerir algunas características
que Carlos Gómez puede haber heredado de su patria de domicilio: lírica breve, discreta
celebración erótica, melodiosa picardía atenta —con posmoderno fervor— a las
cotidianidades; numeraciones, definiciones (como eco de una academia vital) y
acumulaciones emocionales a flor de piel; asimismo, la reivindicación ocasional
de recursos clásicos como la rima; la valoración
poética de objetos, lugares y atmósferas; y un fraseo coloquial (que, en el
caso de Gómez, rehúye a la coma). El poeta adiciona un decir políglota (hay
varios poemas escrito o traducidos al inglés en esta publicación) común a
muchos poetas actuales, incentivado acaso por la dinámica sociopolítica de la
isla. Veamos un poema que, entiendo, manifiesta algunas de las características
referidas:
A mi patria de dulces costumbres urbanas
A mis sótanos más húmedosa mis esquinas prohibidas ha llegado una mujer que no conozco.
Su cuerpo es un largo territorio
de donde no regresaron
aedas, ilusionistas y chamanes.
Sus ojos son dos pozos
donde reposan confundidas otras almas.
Tal vez
ella es la pesadilla
que de niño presagió la caída,
el golpe y la cicatriz.
Tal vez
ella es el sueño
que de adolescente anunció el goce,
el licor y los buenos amigos.
Nunca lo sabré
(estas cosas están vedadas
a los hombres que aman).
Quizás lo sé
y por eso, en vano, he mentido.
(La extranjera, poema de la primera parte titulada “Las coordenadas del beso”)
Tampoco los ojos del lector, al buscar las claves
de la poesía de Carlos Gómez, han de posarse exclusivamente en los trazos de las utopías
ideológicas —adornadas incluso con nombres de revolucionarios sonoros— del
antiguo sistema socialista aún arraigado en la exótica isla de Juana. No deben
dejarse distraer por los atractivos sepias en las paredes de las estampas
suspendidas en los años cincuenta; ni obnubilarse con la exuberancia de su barroco
universo africano y judeo- cristiano, ni con las armonías de sus trovadores
expertos en acomodar sus cuerdas vocales al rasgueo de acústicas guitarras
romanceras; tampoco con la irresistible luz que juguetea sobre las broncíneas
curvas de sus diosas blancas, negras y mulatas:
PRÓLOGO
Conocí a Yemayá
en un autobús de La Habana.Ella iba a un encuentro con dios.
Yo, a un diálogo con el infinito.
1
La casa de Yemayá
tiene dos balcones opuestos.Desde uno ella observa el cuerpo y sus caídas,
desde el otro, las migraciones del espíritu.
2
Yemayá tiene tres jardines.
La niña que domestica los Hexámetros.El arcoíris que conduce las Leyes.
La cicatriz que deja la Utopía.
3
Yemayá habla el idioma de los ausentes.
Sus “emes” se estiran como gatos
imposibles.Sus “erres” abren surcos en la tierra nocturna.
Sus “eses” se deslizan como húmedas serpientes.
11
Yemayá y yo llegamos una tarde
a la cima de La Cabaña.De un lado se escribía el poema de la ciudad
y del otro se cantaba el océano de la poesía.
EPÍLOGO
Conocí a Yemayá
en un autobús de La Habana.
Ella se bajó en el Malecón para subir a Ávila
y yo continué de regreso al olvido.
(Fragmentos de 14 Romances imperfectos contenidos en la tercera parte del poemario titulado “Pequeños cantos de Yemayá”)
en un autobús de La Habana.
Ella se bajó en el Malecón para subir a Ávila
y yo continué de regreso al olvido.
(Fragmentos de 14 Romances imperfectos contenidos en la tercera parte del poemario titulado “Pequeños cantos de Yemayá”)
También es necesario —aún más, urgente— seguir la
trayectoria del sol y los rastros de sal en las olas y en las arenas
extremadamente blancas de las playas orientales de Quisqueya (media isla de
identidad rumbera y dicharachera fatalmente agraviada por sátrapas y demagogos),
en donde el poeta jugueteaba en sus años de infancia. El lector debe hacer esta
tarea genealógica para comprender el origen del minucioso plan con el cual
fueron concebidos estos poemas, deuda adquirida con la tradición de poetas
dominicanos fanáticos de Homero, Whitman y Neruda (“Ay, nosotros, los de entonces, / ya no somos los mismos”, cita
nerudiana del poema 2:25 A.M) que aún procuran por separado —a principio de la
tercera edad del planeta— escribir la última epopeya; que atesoran horas
eternas definiendo, en sus mismos versos, variopintas teorías poéticas, y se
regodean en extensas elucubraciones, tanto líricas como épicas, en las que
sueñan con organizar el caos material y espiritual del mundo posmoderno. En
definitiva, herencia dominicana en Carlos Gómez es su intención de dotar de
estructura y aliento sostenido su poemario, palpable incluso en conjuntos de
poemas breves como los romances de Yemayá ya citados(vale destacar en estos romances las gratas resonancias de los textos de Yelidá,
extraordinario poema extenso del santiaguero Tomás Hernández Franco). A continuación
un fragmento de un poema escrito a partir de la nostalgia de su lar natal:
Este poema
pudo haber sido una piedralanzada al río.
Sus verso, espuma blanca en el agua verde.
Sus silencios, hojas detenidas bajo una rama.
En la corriente, nosotros y ellas,
éramos peces sin sexo
cubiertos de una sola escama
tostada, desnuda, lúdica.
El pueblo era un gesto
que se abría sin tregua
hacia una primavera infinita
de caballos silvestres que a su paso
olvidaban esmeraldas húmedas y tibias,
de panes que nacían bajo la leña
con un hilo umbilical como niños tiernos,
de vinos domesticados en oscuras botellas
por una mujer mansamente abuela,
de bares donde Serrat era una voz anónima
que unía hombres rústicos y mujeres en celo,
y de dos ríos que se encontraban
en un abrazo milenario
mientras salpicaban sus nombres:
Seibo… Soco… Seibo… Soco…
hasta que la cópula de un embudo
fresco y claro
los hacía uno para siempre…
(Fragmento del poema titulado El río es un poema que nos escribe por dentro… que inicia la parte VII, y última, que nombra al poemario)
En fin, las claves poéticas de Carlos Gómez hay
que buscarlas en Puerto Rico, Cuba y República Dominicana, las tres antillas
hispánicas. Este poeta, reitero, ha tomado de la primera el lirismo de los
diálogos urbanos y cotidianos; de la segunda, la pasión social, marxista a
veces, y el sincretismo de creencias; de la última, pero no menos importante,
su inclinación al arduo oficio y a los símbolos, al esfuerzo estructurado, a
las composiciones de largo aliento. Conocer estas claves, sin embargo, no
finiquita el peregrinaje del lector, la búsqueda del camino correcto a las
interioridades del poeta. Aún debe
viajar a otras emociones viscerales y recuerdos, visitar de sus manos, ciudades
continentales, exóticos bares, habitaciones y atmósferas foráneas; también amar
con él mujeres entrañables que signaron de placer y ternura su sensibilidad.
El lector ha de descubrir, más allá de los
referentes geográficos, la apropiación que hace el poeta de pensamientos de
mayor universalidad, que abren ventanas interiores de raigambre filosófica (cual
atestiguan los textos de la parte
nombrada Seis Postcards, enviadas
desde ninguna parte y sin destinatario preciso) que invitan a reflexionar
acerca de tópicos axiales como el amor, los ideales, el pasar del tiempo y la
muerte. De ahí el aire vago, genérico, que los títulos de este acápite desprenden:
“Desde lo que rectificamos”, “Desde lo
que creemos perdido”, “Desde lo que no existe”, “Desde una frontera que es
caricia”, “Desde el paréntesis de los labios”, “Desde lo que nos hace regresar”.
Hablamos de poemas que contienen, como caleidoscopios, pedazos de memorias,
ristras de una autobiografía emotiva sin fronteras de un poeta que confiesa
estar de vuelta en todo.
Es evidente que Carlos Gómez tiene alma de
narrador, no por la prosa poética presente en algunos textos incluidos en la
sexta parte de su libro, titulada “Glosa, prosa, verso, poesía”, sino por su
vocación de ir contextualizando, mediante descripciones secuenciales de hechos
y atmósferas, objetos y perfiles de caracteres. No escatima letras para llevar el
lector, como en los cuentos, al clímax. También es notoria la condición de
editor del poeta, palpable en la bien cuidada factura del volumen y en el
acierto de elegir para la portada una excelente fotografía, autoría de Pascal
Fallot, de unos fantasmales rieles de tranvía eléctrico que recogen la
nostalgia de los poemas, tanto en sus tonalidades grises y azules de la primera
piel, como en los ocres pasionales de la piel oculta.
En definitiva, conquistando o no todas las claves
puestas por el poeta, por muchos motivos, resulta un reto agradable abordar
este Mapa al corazón del hombre, toda
vez que se lee de un tirón, al ritmo que, en mañanas y atardeceres fríos,
impone una humeante tasa de café o chocolate.
©Fernando Cabrera
©Fernando Cabrera