El pico Duarte, la mayor altura del Caribe |
Por muchas razones enero es un espacio
temporal distinto, su esencia sugiere lo que es primero y quizás por eso en su
regazo tantos individuos se replantean la vida y fijan cada año sus expectativas,
sus metas más caras, quizás por eso otros tantos, en su mayoría citadinos y
burócratas a horario completo, deciden hacer un aparte dentro del agobiante
ritmo de su cotidianidad para recuperar algo del espíritu nómada ancestral y se
enfrascan en la búsqueda de aventuras. De estos últimos, el gesto heroico más
socorrido es la conquista del paisaje montañoso, siendo los más empinados y
difíciles, los que más llaman a la atención. El ángel de seducción y rey de
pedestres nostalgias será por antonomasia, entonces, el Pico Duarte, con sus 3,175
metros por encima del nivel del mar, en una Cordillera Central que parte, como
corazón, en mitades la isla; erigiéndose vigía natural de los valles más
hermosos que ojos humanos han visto, enarbolando una primacía antillana, tan
inmensa como ingenua.
En enero, cuando menos llueve en esos
ermitaños parajes de pioneras fábulas, nuestros modernos exploradores y
amazonas, pertrechados de utensilios rudimentarios, contadas viandas (víveres y
especias enlatadas), así como de confitería para endulzar el polvo, se lanzan
con un atrevimiento rayante en la locura a recobrar la esencia de la naturaleza
virgen, el aire puro, los mil caminos de arcilla y sol definidos como arterias
entre empinadas cuestas y tupida vegetación, entre el canto dicharachero de las
cotorras silvestres y el recelo de puercos cimarrones. Cientos de improvisados
Robinson Crusoe, buscan la intimidad que brinda el rocío en los árboles, el
rayo de luz en la escarcha, el agua en la roca, y las lágrimas del vértigo que
nace del asombro en el cielo. Los hijos del smog y el stress toman por asalto
esta tierra prometida, a sabiendas de que en sus entrañas se encuentran las
minas de sabiduría del rey Salomón y los secretos de alquimia para la juventud eterna.
Como se aprecia, al abandonar la
sordidez del asfalto y el concreto de las paredes, de repente se resarce la
identidad fluvial del sueño, la utopía de ser; se ve y se siente todo líquido,
pues cuerpo y mente se empapan de real vitalidad, en una suerte de entrega que
no concibe el egoísmo. Al pico Duarte -nunca nombre mejor puesto-, no llega la fiebre del oro, el afán de
lucro desmedido, tampoco el puñal artero que prepara los peldaños para el
ascenso social. Por esta vez, la cima es un bien por demás conocido, compartido
y amado: el marmóreo rostro del prócer y una tricolor bandera como patria.
En esta peculiar odisea hasta las
alturas, que también es, en aparente paradoja, hacia el interior de nosotros
mismos, actúa como ente unificador el frío, el cansancio de las grandes
caminatas, el calor del fuego en las cocinas de tablas y en las fogatas donde
los cuerpos se reúnen y se buscan, la camaradería que impulsa el instinto de
supervivencia, al son de relatos de ciguapas y desaparecidos en boca de
guardias forestales y guías de rutas y reatas de mansas bestias. Esos hombres
nobles y rudos que pasan sus días entre bucólicas faenas, tal vez por el ocio
creativo y las verdades sencillas que la soledad prolongada encierra,
desarrollan, igual que los marineros, un espíritu dispuesto para el buen ron y
la fantasía; de ahí que no ha de extrañar la fascinación que siembran en los
que por necesidad hemos extraviado las creencias y la esperanza.
Así como las tribus primitivas de casi
todas las civilizaciones incluían entre las pruebas a superar por sus guerreros
en etapa de formación, el enfrentamiento de las fuerzas de la naturaleza (la
real y la creada a partir de la propia imaginación), como forma de templar
anatomías y voluntades, estas voluntarias excursiones a la vastedad del
silencio engendran la plenitud de un diálogo interior, donde los protagonistas
se ven reflejados tanto en la bóveda celeste, en el titilar sugerente de sus
astros, en la canción que silba el viento entre el follaje, en las mariposas
que se desdibujan en las fuentes de aguas cristalinas que a poco confluyen para
definir grandes caudales de vida.
Es aquí en medio de esta estirpe de pura
trascendencia donde fluyen, como en secuencia de imágenes de un especial
cinematógrafo, los eventos más radicales de nuestra historia personal, los
olores y sabores que se han hecho manchas indelebles en nuestra memoria, las
preguntas sin respuestas repetidas mil veces y otras tantas olvidadas; es donde
se hace posible vislumbrar puertas prometedoras de terrenal felicidad. Cuán grato resulta recuperar en detalle a ese
extraño íntimo que somos...
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Cabrera, Fernando. Imago Mundi. Colección Fin de Siglo. Consejo Presidencial de Cultural. Santo Domingo, 2000.
Cabrera, Fernando. El pico Duarte o la recuperación del Yo. En: J. A. Almánzar, Antología Mayor de la Literatura Dominicana, Prosa II. Santo Domingo, 2001. Fundación Corripio. Pags. 594-595