Marcos Pérez Jiménez, Fulgencio Batista, Manuel A. Odrías
Juan Domingo Perón, Gustavo Rojas Pinillas y Rafael Leonidas Trujillo
Los dictadores latinoamericanos de mediados del siglo pasado (a saber: Marcos Pérez Jiménez en Venezuela, Fulgencio Batista en Cuba, el General Manuel A. Odrías en Perú, Juan Domingo Perón en Argentina, Gustavo Rojas Pinillas en Colombia y Rafael Leónidas Trujillo en Dominicana), personajes machistas, autoritarios, histriónicos, constituyen cordones umbilicales de nuestra principal novelística, una veta inagotable para autores como Gabriel García Márquez, Augusto Roa Basto, Miguel Ángel Asturias, Uslar Pietri y Alejo Carpentier. Es tal la identificación con los temas derivados de este entorno que acaso algunos de estos escritores, independientemente o aunados en el llamado "boom", probablemente sin estos, fuesen otros, otra su vocación o simplemente distintas las estaturas paradigmáticas alcanzadas. Mario Vargas Llosa con su excelente novela Conversación en la Catedral (1969) también toca a fondo la fértil veta de las dictaduras aunque por otros caminos, toda vez que por las características un tanto desdibujadas o peculiares del caudillo sobre el cual trata su obra, el General Odrías, quien gobernó Perú mediante la corrupción, la intriga y la complicidad, más que con la usual violencia generadora de héroes y víctimas radicales. Con un arquetipo distinto de sátrapa menos sangriento pero igualmente perversos (precursores de la camada de caudillos camuflados de demócratas, de urticante presencia en las últimas décadas en toda Latinoamérica), su obra toma una distancia reflexiva del modelo novelístico propuesto en El señor presidente, El recurso del método, y El Otoño del patriarca, destacando sobre el inevitable y barroco anecdotario de la barbarie, la profundización en el desvelamiento de las estructuras corruptas del poder sobre las cuales se afianza toda dictadura, así como las circunstancias sicológicas y sociopolíticas que la posibilitan al pintar frecuentemente sus opciones arbitrarias y autoritarias como panacea para la solución de los desmanes sociales. De pronto, cuatro décadas después, cuando parecía improbable otra referencia de este autor a este contexto de sátrapas legendarios, quizás para saldar viejas deudas con el perfil novelístico señalado, reaparece este autor con la notable saga La fiesta del chivo, cargada de los crímenes, megalomanía y mitología propios de regímenes absolutistas. En esta obra aflora a sus anchas la constante devoción o subyugación del autor por el poder y el sexo, al momento de enhebrar sus mundos imaginarios. La fiesta del chivo, en estrategia menos abigarrada que la presente a la obra ante referida, genera una lectura ávida y fácil, claro, todo lo amena que puede resultar un suceder trágico. Mediante una prosa efectiva, Mario Vargas Llosa, muestra sus garras para generar y manejar conflictos cruzados, para construir diálogos inteligentes. Su condición de transeúnte ocasional y su nombradía planetaria le abrieron las puertas de personajes intocables y le permitieron recibir confesiones a partir de las cuales ha pasado la guadaña a muchos de nuestros tabúes e hipocresías recientes. Al modo de Oliver Stone con relación a la película JFK (en la cual se recrea el asesinato del joven presidente norteamericano John F. Kennedy) y con derecho o sin él, nos enfrentó con nuestros demonios recientes. La distancia connatural de las circunstancias insulares por su condición de extranjero ilustre, le permitió, no sin riesgo de afortunada distorsión del suceso histórico en pro de la ficción, mayores perspectivas para apropiarse objetivamente de esta dolorosa realidad vivida por generaciones de dominicanos. En La fiesta del chivo está latente una severa crítica a las estructuras de poderes fácticos, a la complicidad y la hipocresía impuesta por el statu quo y a los conservadurismos trasnochados de una sociedad aun decimonónica, rural. La polémica desatada por la publicación de acaso la mejor novela sobre Trujillo (no obstante escrita por un extranjero) y que resbala por una piel sobradamente curtida en lides literarias y también en otras más aguerridas como las políticas, no es sino la rabiosa respuesta de cortesanos que apostaron erróneamente al olvido, a ocultar el estigma de sus manchas indelebles. Desde su salida (a mediados del 2000) esta inquietante narración ha tenido la virtud, por morbo o interés literario autentico, de despertar, de forma inusitada, el entusiasmo por la lectura en una población regularmente apática, indiferente; ojalá que como efecto boomerang a la curiosidad historicista algunos queden prendados permanentemente del placer encerrado en las grandes ficciones. Por lo terrible entrañado, los 31 años de la era de Trujillo constituyen una cantera inagotable para la re-invención y creación tanto de nuestros miedos como, paradójicamente, de nuestras aspiraciones libertarias siempre relegadas por el surgimiento de algún pichón de dictador. No obstante la numerosísima bibliografía sobre este período, los escritores parecían agobiados por el reto de mostrar un retrato total de los hechos acontecidos, empantanados por las retrancas y remanentes del oprobioso régimen. La presencia viva de personeros del régimen que aún, después de medio siglo, mantienen una importante cuota de poder, cierta inercia social generadora de complicidades y temores, han venido sujetando las voluntades creativas en su propósito de lograr una imparcial profundización histórica para esclarecer los hechos de este período, no obstante estar estos documentados o validados por furtiva oralidad. Por lo anterior, no es casual el que haya sido la distancia física del país la que posibilitara la concreción de algunas de nuestras mayores realizaciones narrativas sobre el tema, a saber: Solo cenizas hallaras de Pedro Bergés, Los que falsificaron la firma de Dios de Viriato Sención y El tiempo de las mariposas de Julia Álvarez. Vargas Llosa no tiene vinculación afectiva, telúrica, con la dictadura de Trujillo, por eso su obra, La fiesta del chivo, se desentiende socarronamente de ofrecer un panorama textual "cotejable" con la historia. En vez de lo veraz, el autor persigue lo asombroso verosímil, resultando la novela una ficción devoradora de realidades, un ambicioso y meticuloso proyecto de imaginación. Ciertamente Novelar es fingimiento, simular mundos en la “realidad” simbólica del lenguaje, razón por la cual toda vinculación con lo real constituye apenas una coordenada posible, entre muchas, jamás suficiente para una aproximación interpretativa crítica, puesto que los hechos concretos de origen adquieren necesariamente, de mano de una voluntad oficiosa, otro significado de mayor trascendencia en la obra. El oficio del novelista entraña, pues, una aspiración cosmogónica, esto es, la de hacer vivir los hechos de forma más intensa que la simple redacción anecdótica, periodística, ajena a a cualquier concepción de verdad o moral. Lo dicho viene a cuentas, toda vez que una calistenia de asociación del universo fictivo a la realidad concreta no es solo innecesaria, sino odiosa; para la adecuación literaria basta que los hecho expuestos estén sustentados en entre los planos o dimensiones cerradas de la creación. El célebre autor peruano consciente de estas premisas, al igual que para su novela La casa verde colonizó la selva peruana, su Amazonía, se colocó esta vez por tres años en el mismo trayecto del sol, en las fronteras ultimas del salitre, en el mundo del país del poeta Pedro Mir, para hurgar con pasión febril entre documentos, anécdotas y chismes, hasta desmadejar la truculencia caudillista, hasta engullir su sus humores criollos y regurgitarlos en afortunada farsa de trascendencia global. Vargas Llosa realizó un aprovechamiento exhaustivo de fechas, referencias epocales y circunstancias, para configurar un argumento obstinadamente complejo, bajo la voluntad expresa de mentir con conocimiento de causa. Según confesara Vargas Llosa (en el acto de puesta en circulación de la novela, celebrado en mayo del 2000, en la sala principal del Gran Teatro Cibao) escribió a mano una extensísima primera versión en donde perfiló personajes y trama, y sólo después, procedió a su destilación y perfeccionamiento en el computador, y que apoyado en esta herramienta se dedicó con excitación a rescribir y reformular situaciones, hasta el cansancio; eliminando elementos de la realidad histórica que por su desmesura y truculencia sobrepasaban el ámbito de credibilidad de su propio novelar. Degustador de la imaginación sensual, del galanteo erótico, y acostumbrado a la profundización en los vericuetos de las estructuras autoritarias, absolutistas, este autor construyó esta extensa narración con tal meticulosidad que es entendible que se hayan diluido y confundido, hasta para los más avispados, los frágiles límites de la historia y la ficción. Si bien se contempla preocupación, rigor y hondura en el conocimiento de los hechos, la obra no se limita al simple testimonio, ni los personajes se desenvuelven exclusivamente en el anecdotario histórico. Los datos recogidos de variopintas fuentes (libros, revistas, periódicos, documentos personales, etc.) fueron usados por el autor para perfilar psicologías y aventurar situaciones posibles, tanto de los personajes abiertamente inventados como los correspondientes a individuos reales; de forma que aunque algunos hechos no fueron reales pudieron perfectamente ocurrir. En este sentido, la realidad plasmada en la obra no necesariamente corresponde a la vivida por esbirros y víctimas directas o anodinas, sino a las derivaciones surgidas de decantaciones de referentes históricos a través del proceso creativo, de la poderosa imaginación del autor. Como es característico en otros autores del boom, también en Mario Vargas Llosa se siente un cierto gusto por el recurso de la intertextualidad en donde, de forma consciente se utilizan recursos (tema, personajes, estrategias discursivas) de obras precedentes. En La fiesta del chivo, además del perenne enfrentamiento con las estructuras de poder, comunes son los recursos de la memoria, los flash back, los monólogos interiores, la fluidez de diálogos, así como la atmósfera y el eco de personajes de otras producciones, especialmente de Conversación en la catedral. A este punto, aventuro una la hipótesis de que probablemente Trujillo en esta novela conjuga las personalidades del General Odrías y la de Don Rigoberto. Percibo similitud con Odrías en la acentuada vocación corruptora del régimen trujillista y el amortiguado perfil de la violencia directa ejercida por el tirano, toda vez que en La Fiesta del Chivo los asesinatos, torturas y desapariciones recaen principalmente en el espaldero siniestro Johnny Abbes. Es notable la delegación de lo terrible en Abbes dota en el contexto de la obra, al déspota criollo —no obstante su consabida fama de sanguinario— de una cierta enrarecida humanidad, perceptible en la celebrada actitud bonachona, condescendiente, con familiares y allegados. Por otro lado, veo afinidad con Don Rigoberto en la pronunciada sexualidad gozosa compartida por ambos personajes, y contenida en el mefistofélico mote de macho cabrío, de padrote, de “chivo” con que nombran al tirano (verbigracia, leitmotiv y parte del título de la obra). Precisamente, es la lujuriosa voracidad de depredador sexual de Trujillo, de íncubo, la que concomitantemente posibilita en la novela de Vargas Llosa, tanto su ajusticiamiento físico como una aniquilación imprevista pero no menos dramática: la pérdida de la virilidad ante la inocencia que encarna la adolescente Urania Cabral cedida para el ultraje por su propio padre, personero caído en desgracia ante la dictadura.
(Publicado originalmente en el Suplemento Cultural del Periódico El Caribe, 27 de mayo de 2000) |