Adrián Javier |
“Sólo creo en los
seres que viven como si estuvieran agotándose”
Friedrich Nietzsche
Intenso, pasional, Adrián Javier[1], con
precocidad se sumó al nutrido grupo de creadores que emergió en medio de las
décadas finiseculares. Este activo militante
de la Generación de los Ochenta, con su pinta de pelotero pero con la melosa
sensibilidad de bolerista, tanto desde la dedicatoria de su primer libro “El
oscuro rito de la luz” [2] en
la cual convocaba: “a los que cada día
pierden el sentido de ubicuidad”, como del epígrafe de inicial de esta
aproximación crítica (contenida también en su primer poemario), hasta el título
de su segunda obra Bolero del esquizo[3],
ha dado muestra de su preferencia por los estados alucinados (de desarraigo
radical) del espíritu; incluso aún en sus bullangueras aspiraciones de
felicidad terrena, como se aprecia en la frase: “Estos textos son el resumen de un amor y una huida”, colocada en
el prefacio del último texto citado. Si bien, devoto de lo sensorial, de la
libido, frecuentemente opta por introspecciones reflexivas, cual si en lo
visceral —donde habita su alter ego, su otredad—, silenciados los estímulos
epidérmicos, le es más fácil lidiar con sus demonios.
Ciertamente, Adrián Javier aborda en
sus textos tanto la reflexión ontológica como las vivencias cotidianas. Desde
los límites de lo existencialista y metafísico, su estilo ha derivado
acertadamente a los matices transparentes de un decir coloquial en el que aún
pueden dirimirse en amplitud los avatares de la vida y las implicaciones de la
muerte; abordando con gracejo cada manifestación o detalle, aún trivial,
vagabundeando por cada palabra y cada tópico sin preocuparse si entra, o no,
dentro del canon usual de lo poético. Su equidistancia de la erudición y de lo
cotidiano rampante (digamos, esta neutralidad afortunada), parece propicia para
la pregunta que muchos diletantes se hacen con respecto a los poetas
ochentistas: ¿a cuentas de que viene, de forma concomitante, tanta necesidad de
conceptualización, tanta urgencia de instaurar teorías poéticas a través de los
versos? La respuesta no luce simple ni automática.
Dada la relación de acción y
reacción que hemos aprendido de las leyes de la física, habría que determinar
cuáles elementos de la sociedad impulsaron a los autores finiseculares
emergentes casi al ostracismo conceptual: ¿Saturación de un discurso poético
precedente populista en demasía? ¿Ruptura de las identidades inmediata por la
afirmación en el mundo del concepto de aldea global? ¿El estrés, la caída de
los mitos, la pérdida de la esperanza en la justicia, o la imposibilidad de
fundar paraísos en la tierra? ¿Respuesta a un esquema de insensibilidad de los
contemporáneos a toda preocupación intelectual, fruto de una elaborada
estrategia de los gobernantes de ponderación de la ignorancia, de la
mediocridad en las masas —refiriendo profanamente a Ortega y Gasset y José
Ingeniero—, como forma de viabilizar la sumisión ante el poder? En un examen de
respuestas rápidas escogería, sin dudas, todas las anteriores; pues ante tantas
fragmentaciones y destrucciones, a estos poetas les tocó repensar el Ser (y con
esto la razón de la existencia) acaso por todos aquellos que jamás lo hacen.
Heidegger se pregunta: ¿Qué es
lo gravísimo y como se manifiesta en nuestra época grave? Su réplica resulta,
a primera vista, escandalosa: “Lo
gravísimo de nuestra época grave es que todavía no pensamos”[4]. Quizás el contexto ideal para
planteamientos de esta naturaleza debió (y debe) ser la filosofía pura, pero no
existe tradición de filósofos en nuestro país de letra. No únicamente los
filósofos, también ensayistas y pensadores metódicos de cualquier naturaleza
resultan flor de excepción; mientras, concomitante y extrañamente, abundan los
poetas, de ahí que estos asumieran el reto de “pensar”. Para volver la mirada a
las contingencias de todos los días tras los fatídicos años de postguerra, para
restituir la sensibilidad ante el asombro que subyace en lo ordinario, hubo necesidad
de retornar de la exterioridad a la interioridad, de lo social al individuo.
Nuestros poetas finiseculares (en consonancia con Heidegger cuando
expresa: “Si la osadía del pensar se
origina en la exigencia del Ser florece entonces el lenguaje del destino”) asumieron
la responsabilidad de hacer florecer “el lenguaje del destino” a través de sus
fabulaciones, para ser y pensarse plenamente desde el asombro, desde la palabra
expresada en todas las formas y contenidos posibles; restituyendo, para el
tiempo presente y la memoria, el sentido
y valor de humanidad con la racionalidad (pese al riesgo del exceso conceptual
hasta el hermetismo), y también con la emoción trascendida, en orden de
alcanzar —y esta es la utopía— algún nivel decoroso de equidad y justicia, de
convivencia...
En fin, retomando la obra creativa de Adrián Javier, justo es destacar
su temprana vocación por la formulación orgánica de sus libros, lo que implica
(aunque el mismo poeta difiera de esta apreciación) conciencia de oficio[5],
dada la perseverancia y el conocimiento de la lengua demandado por este tipo de
estrategia de aliento sostenido[6]. En
ambos poemarios analizados se aprecia una decisión firme de crear una fluida y
coherente propuesta, donde cada página, cada breve conjunto textual (siempre
innombrado en su primera obra y en impersonal secuencia numérica en la última)[7]
resulta consecuencia lógica de los elementos previamente propuestos. En los
textos de este poeta ningún verso luce aleatorio, contrario al hacer epocal de
poemarios formulados bajo premisas de densidad y síntesis (causantes, en
ocasiones, de fragmentación extrema, hasta plantear los libros como temible
caja de Pandora o estante de supermercado, toda vez que al pasar la página el
lector es incapaz de inferir lo que en tema y tratamiento deviene); Adrián
Javier se preocupa, afortunadamente, en la definición de una atmósfera de
conjunto peculiar, en un cosmos figurado fácilmente aprehensible, para llevar las
posibilidades temáticas escogidas hasta sus últimas consecuencias.
1 Oscuro rito de la luz
No por un impulso tipo complejo de Edipo, puesto que el no convivio
directamente la confrontación radical con los poetas de postguerra; pero acaso
por fogosidad de juventud, Adrián Javier, también fue responsable de la
decapitación paterna, al asumir la bandera del discurso finisecular, de
renovación expresiva atinente a la esencialidad del ser humano y de la misma
poesía; unas veces con desgarros
ontológicos y otras con una cotidianidad contra corriente (de hecho, a Dios
gracias y pese al ateísmo cantado, hay más diversidad de estrategias
escriturales en los ochenta de las que regularmente se piensa y conceden
ciertos analistas).
Así, en El oscuro rito de la luz, el poeta danza con
desparpajo, de forma vertiginosa, sobre los contrarios claridad-oscuridad[8],
en donde las sombras, o tinieblas, están expresadas mediante una sintaxis,
vocabulario, ritmo y tono complejos y densos; mientras lo luminoso se percibe apenas
como metáfora en tanto aspiración de catarsis existencial. El poeta, tempranamente
seducido por el ímpetu generacional de transgresión de lenguaje, apela a
sorprender la sensibilidad del lector mediante la extrañeza de desviaciones sintácticas
y el uso incorrecto de las normas gramaticales, asumiendo para su discurso
poético el imperio de las minúsculas y una escasa utilización de los signos
puntuación (la cual sustituye por espacios en blanco); también recurre a la
práctica de recostar el aliento expresivo propio en profusas referencias
transtextuales a escritores consagrados como: Cintio Vitier, Freddy Gatón Arce,
Roberto Juarroz, Goethe, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, etc., acaso para
contar con algunas salvaguardas intelectuales que potabilicen sus provocaciones,
sus insurrecciones.
En El oscuro rito de la luz encontramos los lugares conceptuales comunes ochentistas
(existencialismo, metafísica, apostasía, etc.), expuestos, en esta ocasión, mediante
un extendido monólogo lírico, del deambular de una voz, en primera
persona, a través de los múltiples estados o ánimos del Ser, ocupada, no sin
masoquista placer, en rumiar su propia desgracia y la ancestral vacuidad: “¿quién calambrea a orilla de esa torre
inútil / de ese indeseable marco descifrado? / ¿quién baja los hombros a
semejanza de ninguno? / ¿quién agazapa la membrana certera? / ¿quién huele ese
paso vomitado? / ¿en qué ojo mira la soledad su sombra?”. El ritmo de los
versos es acompasado, entrecortado, cual si cada uno esgrimiese un silogismo
definitivo, una verdad irrefutable.
Entre los textos de este denso poemario pulula omnipresente la muerte
como concretización dolorosa de la desavenencia surgida entre Dios y su imagen:
“hay un azogue de ríos estelares / desmuere
el diente de la historia en Edén / sonámbulo hastío testimonio testamentaria
oquedad / ¿adónde canta absurda su mortaja la coqueta? / ¿qué se espera de la
muerte? una noche amarga / una desolada soledad que nos anega y comprime / baja
sube acosando tu mano de culpable”.
Claro, el que canta es un Adán pecador, mas no arrepentido: “la canción del odio uníos dijo el Señor en mis legañas / el ateo
es santo que camina”. Al contrario, no obstante mortal este
hombre genérico se ufana sarcástico, radicalizándose al decir: “soy la azarosa saliva de Dios”. Sin
embargo, la rebeldía es solo aparente; pronto, en tanto humanidad, reconoce su
impotencia cuando, a modo de suspiro, expresa su aspiración de felicidad
terrena: “intento decir que temo apagar
la luz / ver de cerca y ver de ser / estar atado o no y vivir”.
El poeta criollo realmente entiende que ninguna acción remitirá,
cuando finalice el tiempo, a la original y luminosa armonía: “el pez cruel abigarra las piernas / se
somete al juicio descabellado de Dios”. Su continuo apelar a la herejía se
nutre, no del descreimiento, sino del resentimiento; de ahí que, reconociendo
su humana impotencia, entienda que la única forma de detener el absurdo
tránsito pautado por la Divinidad es apurando, como Sócrates, la venida de la muerte:
“mi cabeza por la daga rueda”. (Al menos, una
prerrogativa para el hombre, toda vez que no puede evitar la muerte,
tiene en su mano la posibilidad de apurarla). Para el poeta, Dios se
entretiene tejiendo y destejiendo infinitamente el destino de los hombres, de
ahí la paradoja impuesta de contrarios (oscuridad-luz) y la cinética del tiempo
circular que parece regir lo eterno: “¿que
hemos dejado atrás sino la partida? / he llegado al punto del inicio sin saber
donde comienzo”.
2 Bolero
del Esquizo
En Bolero del esquizo, distante de su poemario primero, su
estro divaga mundano, cotidiano, transparente, festivo, cercano (según el poeta
Tony Rafúl, en el prólogo de la obra) a Lautréamont quien “pedía que la poesía fuera un fenómeno diario que pudiese ser firmada
por todos”. Su
acierto en desarrollar o asimilarse, en esta ocasión, a una poética del habla
es también destacada por Manuel García Cartagena: “Adrián Javier había mostrado las fibras que componen su telar textual,
alternando prosa y versos cuajados de imágenes generalmente bien logradas. Por
su oficio de publicista, Adrián Javier se incluye en la lista de poetas que
gravitan en torno a un quehacer verbal directamente ligado con una cotidianidad
colectiva tomada subrepticiamente por asalto; como si se quisiera dar la razón
a Nicanor Parra, quien en nuestra lengua, proclamaba en los años 60 que la
publicidad era el último reducto de la poesía en las sociedades de consumo.”[9]
Treinta y siete poemas de amor y un apéndice solidario (Humo en tus
ojos de espuma y mar afuera, escrito por René Rodríguez Soriano) conforman
su Bolero del esquizo, en los cuales el poeta ha renunciado — y, por lo
visto en sus libros recientes, para siempre— a recursos de intertextualidad
directas, prefiriendo, cuando requiere apelar al universo creativo de otro
autor, en lugar de citas explícitas, una vinculación indirecta, a modo de referentes
metafóricos. De este modo, para destacar un estado de ebriedad nocturnal,
acomoda al verso propio el espíritu bohemio de un conocido trovador: “ahora viene Amaury de la casa del agua”. Así, para delinear una Habana recostada en el océano Atlántico
paradójicamente grande y
derruida, recurre a la sensibilidad de quien la ha amado más: “porque todo de mar / es este horror azul
que amó Martí”.
Esta obra como el género musical que refiere, el bolero, aspira a una
identidad emocional caribeña. Escrito en Santo Domingo (donde nos refiere a la
realidad estéril de todos los días) y en La Habana (como destino de ensoñación,
igual que en la novela He olvidado tu nombre de Martha Rivera); recoge,
desde sus textos iniciales, diversos giros lexicográficos del español
característico de ambas capitales, como se aprecia en la siguiente expresión
atrevidamente prosada: “Trasnocho tu amor
barato de búho sonoro con una / jarra por rojiza y una jota impar y bullanguera
/ que heredé de las sombras”. Extraña descubrir que su tropical cancionero
no está dedicado (cónsono con la vocación romántica del género musical al que
apela) al “amor temprano y tardío”, a esa muchacha que tan efusivamente refiere
en imágenes y que recuerdan la tórrida fauna y flora de Enriquillo Sánchez: “viene de mañana amarillo / mira mi reloj y
vomita sus horas / dice no me gustan las pasiones”. No, la obra está
íntegramente consagrada a la nostalgia sentida por el poeta en la distancia por
su lar de origen: “yo sólo tengo pájaros
pobres papá / para domar tu ausencia por eso te ofrezco / un Martini seco y
este bolero Esquizo para brindar / desnudos en esta mañana humeante de palabras
/ desabridas para que seas siempre como eres”. Claro para saudades y
melancolías, para no olvidar los vínculos idos, revivir emociones y otros
remedios, perfectamente sirven los boleros.
Los textos de este poema-libro, por
su transparente fluir, emotiva calidez y espontaneidad, aseguran febriles
lecturas de los lectores comunes, e igualmente decididas incomprensiones de
colegas que exigirán, para reconocerle calidad literaria trascendente, mayores
complejidades (y menos prosaísmo). En definitiva, este romancero o testamento
de ingenuidad, es de intención de fondo menos ambiciosa que El oscuro rito
de la luz, pero perfila claramente su personalidad de autor capaz de asumir
riesgos en cada obra, diferenciando y enriqueciendo su estilo. El acento
provocador de Adrián Javier no admite indiferencias al convocarnos, desde su
geografía urbana cercana o exótica, abigarrada o sola, a la ternura; como
cuando, comprometiendo a quien lee, dice: “no
nos iremos definitivamente /.../ nos quedaremos eternamente en estas páginas.”
[1] Adrián Javier (Santo Domingo, 1967)
[2] Premio de Poesía Casa de Teatro
1988.
[3] Premio Nacional de Poesía 1994.
[4] Heiddegger, Martin; ¿Qué
significa pensar?, Buenos Aires, Nova, 1958, p. 11, Traducción de Heraldo
Kahnemann; referido en el ensayo “Habitar el asombro” de Crescenciano Grave,
Signos Filosóficos, núm. 5, enero-junio, 47-63, Universidad Autónoma
Metropolitana de Iztapalapa, México.
[5] A la pregunta de Faustino Pérez ¿Qué es más
importante para ti: la inspiración o el oficio y la técnica?, Adrián Javier
responde: “Para mí, escribir no es un
oficio. Es una forma de ver y sentir el mundo.” “La verdadera aventura del
hombre es el olvido”, Diario Libre, 26 de junio de 2007.
[6]José Mármol, en más de un prólogo a textos extensos de
diferentes autores, en este caso del Hombre deshabitado de Reyes Vásquez, ha señalado: “El poema extenso bien logrado, ya se sabe, es siempre hechura de
poetas que están, o por lo menos se acercan, a su madurez creativa.”
Citando a seguidas ejemplo de esta estrategia en la tradición moderna: “Mallarmé, Huidobro, Eliot, Pound, Cernuda,
Pessoa, Gorostiza, Gerbasi, Valéry, Césaire, John Perse, Paz, Mieses Burgos,
Ivo, Hernández Franco y demás. Todos ellos autores de textos poéticos a la vez
alongados y densos, plásticamente bellos y discursivamente complejos.”
[7] Manuel García Cartagena, de forma similar se refiere
a su estrategia en el poemario Erótica de
lo invisible: “El poema de Adrián
Javier se desprende, bajo la forma de un texto único artificialmente segmentado
en subtítulos engañosos, de una de las zonas de nuestra oralidad cotidiana
menos tomadas en cuenta por su marginalidad misma: el discurso del disfrute”
García Cartagena, Manuel: Prólogo Erótica de lo invisible. Manuel García
Cartagena, Diciembre 14, 1999
[8] “El dualismo claridad-oscuridad, obvia en otros ochentistas como
Dionisio de Jesús (Axiología de la sombra); Adrián Javier (El oscuro rito de la
luz) y José Alejandro Peña (Pasar de sombra), es también una constante en
Oscuro semejante” Gutiérrez, Franklin; ibíd. reseña
“Poesías Juntas…”