domingo, 7 de abril de 2013

Gracias, Adrián, por tu poesía.

Adrián Javier
 
Oscura luz para un bolerista esquizoide

“Sólo creo en los seres que viven como si estuvieran agotándose”

Friedrich Nietzsche

            Intenso, pasional, Adrián Javier[1], con precocidad se sumó al nutrido grupo de creadores que emergió en medio de las décadas finiseculares. Este  activo militante de la Generación de los Ochenta, con su pinta de pelotero pero con la melosa sensibilidad de bolerista, tanto desde la dedicatoria de su primer libro “El oscuro rito de la luz” [2] en la cual convocaba: “a los que cada día pierden el sentido de ubicuidad”,  como del epígrafe de inicial de esta aproximación crítica (contenida también en su primer poemario), hasta el título de su segunda obra Bolero del esquizo[3], ha dado muestra de su preferencia por los estados alucinados (de desarraigo radical) del espíritu; incluso aún en sus bullangueras aspiraciones de felicidad terrena, como se aprecia en la frase: “Estos textos son el resumen de un amor y una huida”, colocada en el prefacio del último texto citado. Si bien, devoto de lo sensorial, de la libido, frecuentemente opta por introspecciones reflexivas, cual si en lo visceral —donde habita su alter ego, su otredad—, silenciados los estímulos epidérmicos, le es más fácil lidiar con sus demonios.

            Ciertamente, Adrián Javier aborda en sus textos tanto la reflexión ontológica como las vivencias cotidianas. Desde los límites de lo existencialista y metafísico, su estilo ha derivado acertadamente a los matices transparentes de un decir coloquial en el que aún pueden dirimirse en amplitud los avatares de la vida y las implicaciones de la muerte; abordando con gracejo cada manifestación o detalle, aún trivial, vagabundeando por cada palabra y cada tópico sin preocuparse si entra, o no, dentro del canon usual de lo poético. Su equidistancia de la erudición y de lo cotidiano rampante (digamos, esta neutralidad afortunada), parece propicia para la pregunta que muchos diletantes se hacen con respecto a los poetas ochentistas: ¿a cuentas de que viene, de forma concomitante, tanta necesidad de conceptualización, tanta urgencia de instaurar teorías poéticas a través de los versos? La respuesta no luce simple ni automática.

 Dada la relación de acción y reacción que hemos aprendido de las leyes de la física, habría que determinar cuáles elementos de la sociedad impulsaron a los autores finiseculares emergentes casi al ostracismo conceptual: ¿Saturación de un discurso poético precedente populista en demasía? ¿Ruptura de las identidades inmediata por la afirmación en el mundo del concepto de aldea global? ¿El estrés, la caída de los mitos, la pérdida de la esperanza en la justicia, o la imposibilidad de fundar paraísos en la tierra? ¿Respuesta a un esquema de insensibilidad de los contemporáneos a toda preocupación intelectual, fruto de una elaborada estrategia de los gobernantes de ponderación de la ignorancia, de la mediocridad en las masas —refiriendo profanamente a Ortega y Gasset y José Ingeniero—, como forma de viabilizar la sumisión ante el poder? En un examen de respuestas rápidas escogería, sin dudas, todas las anteriores; pues ante tantas fragmentaciones y destrucciones, a estos poetas les tocó repensar el Ser (y con esto la razón de la existencia) acaso por todos aquellos que jamás lo hacen.

Heidegger se pregunta: ¿Qué es lo gravísimo y como se manifiesta en nuestra época grave? Su réplica resulta, a primera vista, escandalosa: “Lo gravísimo de nuestra época grave es que todavía no pensamos”[4]. Quizás el contexto ideal para planteamientos de esta naturaleza debió (y debe) ser la filosofía pura, pero no existe tradición de filósofos en nuestro país de letra. No únicamente los filósofos, también ensayistas y pensadores metódicos de cualquier naturaleza resultan flor de excepción; mientras, concomitante y extrañamente, abundan los poetas, de ahí que estos asumieran el reto de “pensar”. Para volver la mirada a las contingencias de todos los días tras los fatídicos años de postguerra, para restituir la sensibilidad ante el asombro que subyace en lo ordinario, hubo necesidad de retornar de la exterioridad a la interioridad, de lo social al individuo.

Nuestros poetas finiseculares (en consonancia con Heidegger cuando expresa: “Si la osadía del pensar se origina en la exigencia del Ser florece entonces el lenguaje del destino”) asumieron la responsabilidad de hacer florecer “el lenguaje del destino” a través de sus fabulaciones, para ser y pensarse plenamente desde el asombro, desde la palabra expresada en todas las formas y contenidos posibles; restituyendo, para el tiempo presente y  la memoria, el sentido y valor de humanidad con la racionalidad (pese al riesgo del exceso conceptual hasta el hermetismo), y también con la emoción trascendida, en orden de alcanzar —y esta es la utopía— algún nivel decoroso de equidad y justicia, de convivencia...

En fin, retomando la obra creativa de Adrián Javier, justo es destacar su temprana vocación por la formulación orgánica de sus libros, lo que implica (aunque el mismo poeta difiera de esta apreciación) conciencia de oficio[5], dada la perseverancia y el conocimiento de la lengua demandado por este tipo de estrategia de aliento sostenido[6]. En ambos poemarios analizados se aprecia una decisión firme de crear una fluida y coherente propuesta, donde cada página, cada breve conjunto textual (siempre innombrado en su primera obra y en impersonal secuencia numérica en la última)[7] resulta consecuencia lógica de los elementos previamente propuestos. En los textos de este poeta ningún verso luce aleatorio, contrario al hacer epocal de poemarios formulados bajo premisas de densidad y síntesis (causantes, en ocasiones, de fragmentación extrema, hasta plantear los libros como temible caja de Pandora o estante de supermercado, toda vez que al pasar la página el lector es incapaz de inferir lo que en tema y tratamiento deviene); Adrián Javier se preocupa, afortunadamente, en la definición de una atmósfera de conjunto peculiar, en un cosmos figurado fácilmente aprehensible, para llevar las posibilidades temáticas escogidas hasta sus últimas consecuencias.  

1        Oscuro rito de la luz     

No por un impulso tipo complejo de Edipo, puesto que el no convivio directamente la confrontación radical con los poetas de postguerra; pero acaso por fogosidad de juventud, Adrián Javier, también fue responsable de la decapitación paterna, al asumir la bandera del discurso finisecular, de renovación expresiva atinente a la esencialidad del ser humano y de la misma poesía; unas veces con  desgarros ontológicos y otras con una cotidianidad contra corriente (de hecho, a Dios gracias y pese al ateísmo cantado, hay más diversidad de estrategias escriturales en los ochenta de las que regularmente se piensa y conceden ciertos analistas). 

Así, en El oscuro rito de la luz, el poeta danza con desparpajo, de forma vertiginosa, sobre los contrarios claridad-oscuridad[8], en donde las sombras, o tinieblas, están expresadas mediante una sintaxis, vocabulario, ritmo y tono complejos y densos; mientras lo luminoso se percibe apenas como metáfora en tanto aspiración de catarsis existencial. El poeta, tempranamente seducido por el ímpetu generacional de transgresión de lenguaje, apela a sorprender la sensibilidad del lector mediante la extrañeza de desviaciones sintácticas y el uso incorrecto de las normas gramaticales, asumiendo para su discurso poético el imperio de las minúsculas y una escasa utilización de los signos puntuación (la cual sustituye por espacios en blanco); también recurre a la práctica de recostar el aliento expresivo propio en profusas referencias transtextuales a escritores consagrados como: Cintio Vitier, Freddy Gatón Arce, Roberto Juarroz, Goethe, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, etc., acaso para contar con algunas salvaguardas intelectuales que potabilicen sus provocaciones, sus insurrecciones.   

En El oscuro rito de la luz encontramos los lugares conceptuales comunes ochentistas (existencialismo, metafísica, apostasía, etc.), expuestos, en esta ocasión, mediante un extendido monólogo lírico, del deambular de una voz, en primera persona, a través de los múltiples estados o ánimos del Ser, ocupada, no sin masoquista placer, en rumiar su propia desgracia y la ancestral vacuidad: “¿quién calambrea a orilla de esa torre inútil / de ese indeseable marco descifrado? / ¿quién baja los hombros a semejanza de ninguno? / ¿quién agazapa la membrana certera? / ¿quién huele ese paso vomitado? / ¿en qué ojo mira la soledad su sombra?”. El ritmo de los versos es acompasado, entrecortado, cual si cada uno esgrimiese un silogismo definitivo, una verdad irrefutable.

Entre los textos de este denso poemario pulula omnipresente la muerte como concretización dolorosa de la desavenencia surgida entre Dios y su imagen: “hay un azogue de ríos estelares / desmuere el diente de la historia en Edén / sonámbulo hastío testimonio testamentaria oquedad / ¿adónde canta absurda su mortaja la coqueta? / ¿qué se espera de la muerte? una noche amarga / una desolada soledad que nos anega y comprime / baja sube acosando tu mano de culpable”.  Claro, el que canta es un Adán pecador, mas no arrepentido: “la canción del odio  uníos  dijo el Señor en mis legañas / el ateo es santo que camina”. Al contrario, no obstante mortal este hombre genérico se ufana sarcástico, radicalizándose al decir: “soy la azarosa saliva de Dios”. Sin embargo, la rebeldía es solo aparente; pronto, en tanto humanidad, reconoce su impotencia cuando, a modo de suspiro, expresa su aspiración de felicidad terrena: “intento decir que temo apagar la luz / ver de cerca y ver de ser / estar atado o no y vivir”. 

El poeta criollo realmente entiende que ninguna acción remitirá, cuando finalice el tiempo, a la original y luminosa armonía: “el pez cruel abigarra las piernas / se somete al juicio descabellado de Dios”. Su continuo apelar a la herejía se nutre, no del descreimiento, sino del resentimiento; de ahí que, reconociendo su humana impotencia, entienda que la única forma de detener el absurdo tránsito pautado por la Divinidad es apurando, como Sócrates, la venida de la muerte: “mi cabeza  por la daga rueda”. (Al menos, una prerrogativa para el hombre, toda vez que no puede evitar  la muerte,  tiene en su mano la posibilidad de apurarla). Para el poeta, Dios se entretiene tejiendo y destejiendo infinitamente el destino de los hombres, de ahí la paradoja impuesta de contrarios (oscuridad-luz) y la cinética del tiempo circular que parece regir lo eterno: “¿que hemos dejado atrás sino la partida? / he llegado al punto del inicio sin saber donde comienzo”.

2        Bolero del Esquizo

En Bolero del esquizo, distante de su poemario primero, su estro divaga mundano, cotidiano, transparente, festivo, cercano (según el poeta Tony Rafúl, en el prólogo de la obra) a Lautréamont quien “pedía que la poesía fuera un fenómeno diario que pudiese ser firmada por todos”. Su acierto en desarrollar o asimilarse, en esta ocasión, a una poética del habla es también destacada por Manuel García Cartagena: “Adrián Javier había mostrado las fibras que componen su telar textual, alternando prosa y versos cuajados de imágenes generalmente bien logradas. Por su oficio de publicista, Adrián Javier se incluye en la lista de poetas que gravitan en torno a un quehacer verbal directamente ligado con una cotidianidad colectiva tomada subrepticiamente por asalto; como si se quisiera dar la razón a Nicanor Parra, quien en nuestra lengua, proclamaba en los años 60 que la publicidad era el último reducto de la poesía en las sociedades de consumo.”[9]

Treinta y siete poemas de amor y un apéndice solidario (Humo en tus ojos de espuma y mar afuera, escrito por René Rodríguez Soriano) conforman su Bolero del esquizo, en los cuales el poeta ha renunciado — y, por lo visto en sus libros recientes, para siempre— a recursos de intertextualidad directas, prefiriendo, cuando requiere apelar al universo creativo de otro autor, en lugar de citas explícitas, una  vinculación indirecta, a modo de referentes metafóricos. De este modo, para destacar un estado de ebriedad nocturnal, acomoda al verso propio el espíritu bohemio de un conocido trovador: “ahora viene Amaury de la casa del agua”. Así, para delinear una Habana recostada en el océano Atlántico paradójicamente grande y derruida, recurre a la sensibilidad de quien la ha amado más: “porque todo de mar / es este horror azul que amó Martí”.

Esta obra como el género musical que refiere, el bolero, aspira a una identidad emocional caribeña. Escrito en Santo Domingo (donde nos refiere a la realidad estéril de todos los días) y en La Habana (como destino de ensoñación, igual que en la novela He olvidado tu nombre de Martha Rivera); recoge, desde sus textos iniciales, diversos giros lexicográficos del español característico de ambas capitales, como se aprecia en la siguiente expresión atrevidamente prosada: “Trasnocho tu amor barato de búho sonoro con una / jarra por rojiza y una jota impar y bullanguera / que heredé de las sombras”. Extraña descubrir que su tropical cancionero no está dedicado (cónsono con la vocación romántica del género musical al que apela) al “amor temprano y tardío”, a esa muchacha que tan efusivamente refiere en imágenes y que recuerdan la tórrida fauna y flora de Enriquillo Sánchez: “viene de mañana amarillo / mira mi reloj y vomita sus horas / dice no me gustan las pasiones”. No, la obra está íntegramente consagrada a la nostalgia sentida por el poeta en la distancia por su lar de origen: “yo sólo tengo pájaros pobres papá / para domar tu ausencia por eso te ofrezco / un Martini seco y este bolero Esquizo para brindar / desnudos en esta mañana humeante de palabras / desabridas para que seas siempre como eres”. Claro para saudades y melancolías, para no olvidar los vínculos idos, revivir emociones y otros remedios, perfectamente sirven los boleros.

            Los textos de este poema-libro, por su transparente fluir, emotiva calidez y espontaneidad, aseguran febriles lecturas de los lectores comunes, e igualmente decididas incomprensiones de colegas que exigirán, para reconocerle calidad literaria trascendente, mayores complejidades (y menos prosaísmo). En definitiva, este romancero o testamento de ingenuidad, es de intención de fondo menos ambiciosa que El oscuro rito de la luz, pero perfila claramente su personalidad de autor capaz de asumir riesgos en cada obra, diferenciando y enriqueciendo su estilo. El acento provocador de Adrián Javier no admite indiferencias al convocarnos, desde su geografía urbana cercana o exótica, abigarrada o sola, a la ternura; como cuando, comprometiendo a quien lee, dice: “no nos iremos definitivamente /.../ nos quedaremos eternamente en estas páginas.”

 
(*) De mi libro "Ser poético. Ensayos sobre poesía dominicana contemporánea". Editora Nacional, Santo Domingo, 2012. Pags. 255-263


[1] Adrián Javier  (Santo Domingo, 1967)
[2] Premio de Poesía Casa de Teatro 1988.
[3] Premio Nacional de Poesía 1994.
[4] Heiddegger, Martin; ¿Qué significa pensar?, Buenos Aires, Nova, 1958, p. 11, Traducción de Heraldo Kahnemann; referido en el ensayo “Habitar el asombro” de Crescenciano Grave, Signos Filosóficos, núm. 5, enero-junio, 47-63, Universidad Autónoma Metropolitana de Iztapalapa, México.
[5] A la pregunta de Faustino Pérez ¿Qué es más importante para ti: la inspiración o el oficio y la técnica?, Adrián Javier responde: “Para mí, escribir no es un oficio. Es una forma de ver y sentir el mundo.” “La verdadera aventura del hombre es el olvido”, Diario Libre, 26 de junio de 2007.
[6]José Mármol, en más de un prólogo a textos extensos de diferentes autores, en este caso del Hombre deshabitado de Reyes Vásquez,  ha señalado: “El poema extenso bien logrado, ya se sabe, es siempre hechura de poetas que están, o por lo menos se acercan, a su madurez creativa.” Citando a seguidas ejemplo de esta estrategia en la tradición moderna: “Mallarmé, Huidobro, Eliot, Pound, Cernuda, Pessoa, Gorostiza, Gerbasi, Valéry, Césaire, John Perse, Paz, Mieses Bur­gos, Ivo, Hernández Franco y demás. Todos ellos autores de textos poéticos a la vez alongados y densos, plásticamente bellos y discursivamente complejos.”
[7] Manuel García Cartagena, de forma similar se refiere a su estrategia en el poemario Erótica de lo invisible: “El poema de Adrián Javier se desprende, bajo la forma de un texto único artificialmente segmentado en subtítulos engañosos, de una de las zonas de nuestra oralidad cotidiana menos tomadas en cuenta por su marginalidad misma: el discurso del disfrute” García Cartagena, Manuel: Prólogo Erótica de lo invisible. Manuel García Cartagena, Diciembre 14, 1999
[8] “El dualismo claridad-oscuridad, obvia en otros ochentistas como Dionisio de Jesús (Axiología de la sombra); Adrián Javier (El oscuro rito de la luz) y José Alejandro Peña (Pasar de sombra), es también una constante en Oscuro semejante” Gutiérrez, Franklin; ibíd. reseña “Poesías Juntas…”
[9] Manuel García Cartagena, Prologo Erótica de lo invisible. Diciembre 14, 1999