sábado, 25 de enero de 2014

LAS HONDAS RAÍCES DE LA SENSIBILIDAD DE JOSÉ LUIS VEGA

José Luis y Catalina Vega, Arte Vivo 2013, República Domicana
Por Fernando Cabrera
 
Ensayo sobre el libro “Sínsoras”, del poeta puertorriqueño, José Luis Vega, presentado el sábado 30 de noviembre de 2013, en actividad organizada por La Academia Dominicana de la Lengua y el Ateneo Insular Internacional, en el Teatro Regional del Cibao, Festival Internacional Arte Vivo,  Santiago de los Caballeros, República Dominicana.


 
Con esta singular valoración del vocablo “sínsoras” [1] usado originalmente en los campos de Puerto Rico para referir un lugar lejano, José Luis Vega, nos convida a conocer las más hondas raíces de su sensibilidad[2], a partir de cinco bloques temáticos que, sobre sus especificidades, integran un coherente universo significativo. Sínsoras y poesía (o mejor, topos y logos) señalan las aristas de la pertenencia existencial de este autor, toda vez que signan las geografías física y metafísica en que ha tomado sentido su vida, cual refiere en, esquiva tercera persona, su poema Isla: “su territorio está habitado /por la hermosura pertinaz / y más que tierra es pensamiento /  que se diluye sin cesar”. Ambas premisas de origen, la concreta y la simbólica, prontamente se difuminan en un nombramiento envolvente —un categórico “nosotros”—  en tanto identificación genérica de todo cuanto es y acontece a los seres humano: “Ítaca, Arcadia, Aleph, Utopos / Thule… / ¿Cuál es su identidad?/…/este país por inventar”. En este desplazamiento por ciudades de la realidad y del imaginario, insisto, hay la intención del poeta de testificar, desde sus circunstancias, experiencias universales. Empecemos, pues, este peculiar viaje desde las pequeñas a las grandes sínsoras, desde las partes al todo, descubramos los tesoros que valúa con sobrado placer el académico, el lingüista y el poeta; en fin, la trinidad sensible de un  hombre de letras a carta cabal.
 
 
De las islas y otros lugares
 
 
Con su arrobador lenguaje transparente, pleno de musicalidad popular, coloquial (no obstante el aliento rimado y, muchas veces, medido), Vega nos introduce en su revaloración (o  reinvención) de su isla de origen, Borinquén, cual lo testifican los poemas Las aguas de la Parguera y San Juan, Lisboa, 1935. En el primero, en Las aguas de la Parguera, el poeta nos convida su mirada asombrada ante unas negras aguas donde los “pargos” no faltan a los pecadores, pero tampoco el misterio; toda vez que las riveras del municipio de Lajas, donde la bahía de la Parguera queda, es el hogar de minúsculos organismos iridiscentes que estallan en milagrosa luz al contacto de algún cuerpo o barca con el agua que los alberga: “todo está lleno de lo que oculta / hasta los bordes del más allá. / Unos dicen que alas / otros que animas/…/Hasta mi corazón tan descreído está poblado de esta sustancia.”
 
En el segundo poema referido, San Juan/Lisboa 1935, las palabras constituyen un vínculo entre ciudades de sendas calles nacidas de un cielo entre montañas que coinciden allende el mar, en singular circularidad, nueva vez en el cielo: “Era como si una contuviese a la otra: / Lisboa, el almacén, / San Juan, el eco, / conforme a los tamaños de la historia. / Mas conforme al amor de las ciudades / San Juan Guarda a Lisboa.” En estos versos, las herencias marineras sirven de contexto a “dos poetas diversos y distantes”, los cuales —como aquellas ciudades y  calles— se contienen uno en el otro, testificados tiempo después por un tercer poeta, Vega, quien los reencuentra en las palabras, influenciado por sus propias poéticas: “No es Palés es Pessoa, / dirán los entendidos cargadores del muelle / al verlos, tambaleantes calle abajo, / izados por un aire de marina, / de brazo rumbo al río.”
 
El lugar lejano que indica la voz autóctona “sínsoras” (esto es, una voz vieja para una nacionalidad afirmada), de manos de Vega en ocasiones también alegoriza la muerte, cal se aprecia en el poema que nombra: “Cuando muera, iré a la calle de la Cruz”. Como hermosa esta palabra, siempre pluralizada en su vocación de distancia, también alegoriza el inexorable destino de lo viviente, pero no como estadio definitivo, sino como inusitado tránsito. La calle de la Cruz, la que avizora el  final, con su inclinada geografía desde y hacia lo etéreo, invita a una recuperación de lo vivido, o mejor, de lo bailado.
 
 
 Alegorías y contravenciones
 
 
Este segundo conjunto de poemas recoge exabruptos y cavilaciones contra todo lo que, paradójicamente, realmente importa al poeta. En definitiva constituyen axiales desahogos en fáciles y contagiosas cantatas, que confirman lo sospechado en libros anteriores de José Luis Vega: leerlo es simplemente hablar con él. Su estrategia del verso simple y la actitud dubitativa, se destacan especialmente en su poema Contra el lenguaje en donde el autor —contrastando lo que el título nombra—acentúa su devoción a las palabras. Ciertamente el poeta, aun él mismo bajo el influjo del lenguaje, le recrimina a éste su grácil sortilegio: “Conozco tus peligros, narciso / ante el estanque de ti mismo, / masturbándote. Perdido / en tu belleza, solo / danzas tu son, fallido / dios que a ti mismo te engendras”. Desde las propias heridas de oficio, advierte a los escritores de los riesgos de sus múltiples bondades, las cuales, como el canto de las fabulosas sirenas, siempre invitan al exceso. El perfume de la flor en el primer verso citado alude obviamente al conocido mito griego de auto-celebración suicida. En esta ocasión el mito alegoriza tanto a la materia prima como a su cultor, esto es al lenguaje y al poeta que en sus palabras se mira.
 
En esta misma tesitura, de ajustes de los aperos creativos, José Luis Vega enmienda la plana a la extendida práctica entre poetas noveles (y no tanto) de hacer versos herméticos, cuyas claves solo pueden ser interpretadas por quienes los conciben o, a lo sumo, por otros escritores. Alerta, quizás ganado por su conocida vocación didáctica, de las traicioneras redes de simbología que matan el entusiasmo de los lectores. Este poema, Contra el lenguaje, constituye una poética de lo simple, en tanto fustiga a los deslumbrados por las honduras insondables del lenguaje, a los poeta que, olvidándose del otro, se cantan a sí mismos, y se quedan, al final, solos en sus mismidades, o mejor, con sus poemarios en los desvanes: “La poesía, pues te ama, / te lo perdona todo. Yo no.”  
 
En el texto Contra la mística el tono severo, aleccionador, se repite. Amante de los altos vuelos del pensamiento invita, sin embargo, a sospechar de los intangibles (“Tan lejano/ que engaña”), de la conceptualización en exceso; incita a poner los pies en tierra, a modular la voz para que las palabras estén, preferentemente, atentas a las tensiones y distensiones del ritmo: “Que ante el silencio/ elocuente, / no olvides el canto.”  En este mismo plano discurre su poema Alegoría de la razón y la imaginación, en el cual —conminatorio pero sutil— contrapone a la severa señora, que es la razón, esa grácil moza que propone libaciones, andando en éxtasis siempre: “corriendo por la casa, / desnuda, vociferando entre los aerolitos”. 
 
Aunque los reclamos en esta separata son —como diría Aristóteles— eminentemente sociales, quien habla en textos como Alegoría de la letra  no es un poeta “social” per se, de intransigentes afiliaciones ideológicas, sino el hombre en posesión de su lengua y de su pensamiento, llamado a hacer trascender su canto sobre las circunstancias inmediatas: “esta letra [que no es otra que su poesía] sin diéresis ni tilde / quisiera ser al menos / una errata, un rabillo / una cedilla, / una ave circunfleja / en la palabra primordial.”
 
Algunos de los poemas de Vega empiezan con la objetividad del narrador, con afirmaciones y descripciones que, si bien entrañables, no disimulan su propósito de distender la atención del lector, cual en los siguientes versos de Alegoría de Mariposa: “Cada año, a mediado de octubre, / la mariposa monarca emprende vuelo / desde los bosques, al sur de Canadá/ con rumbo a las cañadas mexicanas / nutridas de oyamales. /…/Todas vuelven sin fallo a los santuarios…”. Este esfuerzo de contextualización (algo extraño al lirismo actual) luce ardid de ajedrecista para aletargar su oponente, en tanto asesta un letal remate de inesperada carga emotiva, con una visión interiorizada de la propia sensibilidad; cual acontece en el verso que al final redondea este danzar de mariposas migrantes: “Todas, excepto una tan extraviada como mi deseo”.
 
Al poeta también le placen los deberes del académico, de ahí que no dude en confabularse con Esopo para aleccionarnos sobre las arideces de la vida, cual acontece en el poema Alegoría de la fuente, que contiene una sutil metáfora de la baldía cotidianidad urbana. Afortunadamente para la poesía, en este texto (y otros similares) el interés didáctico aparece subordinado a las aspiraciones estéticas. Sobre toda útil razón prevalece la emoción, expresada en el texto citado como rítmico estupor frente a la creciente indiferencia de nuestra sociedad posmoderna ante la belleza: “Los viandantes que pasan no reparan/ en la lección espesa/ ni en la frágil mecánica del agua / que al aire nos eleva. / Basta un motor, un corazón dañado, / y una verde sustancia nos rodea.”
 
Un elemento interesante —o mejor, un condimento indispensable— en la poética de José Luis Vega es el humor, el cual regularmente usa como válvula de escape, de autodefensa en este caso, ante las arideces de la vida que inexorablemente declina. Este humor característico aflora en varios textos, como el titulado Alegoría del consumidor, el cual contiene una crítica mordaz al asfixiante materialismo que arropa el tiempo presente: “Un hombre va al mercado y compra / al tuerto su ojo ciego; / al cojo, alguna pierna; / al manco, la otra mano / y a un viejo degollado, la cabeza./…/ Al fin de la jornada, / para guardarlo todo en un baúl / —a un precio que da risa y moraleja— / le compra a un resurrecto su ataúd.”
 
El erotismo que antes fluía a borbotones en otros poemarios cercanos al bolero, aparece tímidamente delineado únicamente en el texto titulado Alegoría de la mujer de los hoteles solos, para expresar la soledad abismal que en las noches gana a los viajeros. Las urgencias de autosatisfacción de la libido  son recogidas con el recato de los tiempos viejos, en rítmicos pareados: “Cierro los ojos y apareces / en la luz de la obscuridad. /Serás amor o serás muerte / o cualquier cosa que dirán, / pero en las noches de los hoteles / entras desnudas sin llamar…”

 
Alquimia menor
 
 
Esta vez la aspiración cardinal del iniciado (alquimista o teósofo) no es convertir el plomo en oro, coherentemente con la aspiración medieval, sino alcanzar el bien mayor de la trascendencia a través de la transmutación de la sangre en palabras escritas, de modo que éstas, al pronunciarse, nueva vez retornen a la vida, así eternamente. Lo de “menor” no categoriza un orden de importancia; si algo condiciona este adjetivo es el modo (la armonía, el ritmo, la tensión) con el cual el orfebre estructura su creación, como acontece en algunos poemas de esta sección. Menor, pues, como escala musical propensa —paradójicamente— tanto a las melancolías como a la fácil celebración; cual en el poema titulado Ritmo, concebido en versos cortos, aforísticos, rimados, con los cuales José Luis Vega, afinando los recursos de su poética, quizá procura imitar, a la manera de Bécquer, los primigenios latidos del corazón: “Con la edad / la poesía / nace roja/ como en la quiebra / de la piedra / la flor. / La pasión / como el mosto / se va al fondo / y todo / gana el oro / del carbón.”
 
 
Acorde con este llamado a la armonía, pero ahora en tono severo, en el texto Invocación a la vieja rima, el poeta lanza una alerta sobre la sordidez que, como arritmia o monotonía, está presente en mucha de la poesía vanguardista (y más en su expresión contemporánea o posmodernista), por la temeridad de quienes, desde hace más de un siglo, viene implantado propuestas formales decadentes, enrostrando versos que abusan de la libertad.  Su crítica reza con el mazo, toda vez que recurre al tradicional recurso de la rima —a la enclaustrada música de la forma clásica— para hacer su vehemente reproche al sin son de las experimentaciones y las revoluciones: “Señora de los sastres, son de loco, / a contrapelo de lo que dirán, / te invoco./ Venga a nos tu silvestre participio / y, a falta de mejor don o milagro,/ danos tu vino amargo, tu pan magro, / espántanos la abulia con tu ripio./…/Baje tu lengua de pentecostesa / a acariciar el petalón reseco; / bésenos, como antes, con su eco / tu boca desdentada de princesa.”
 
En Poema tropical a un poeta ruso, Vega compara los elementos del paisaje, las circunstancias de la naturaleza, para, a partir de las diferencias climáticas, destacar las paradójicas ventajas para el intelecto que  —según su valoración— ofrece la aridez del frío extremo septentrional, de las nevadas horas, sobre las paradisíacas condiciones de las estampas tropicales que perenemente invitan al disfrute sensorial. En paradigmática epifanía, el poeta puertorriqueño recrea la creencia popular de que el frío favorece la acción de pensar y, con ello, también de poetizar; mientras que, tanto sol y tanto mar propician despreocupado y concupiscente ocio: “Allá, nieve maestra, con la saya subida / hasta el pomo de la puerta de entrada. / Acá, verde recreo, y el mar, el mar / color de enigma bravo. Allá, las olas bálticas que revientan en pares y enseñan a rimar; / acá, este ritmo voluble, pectoral. / La poesía que arde en la nieve cirílica / es también hibisco que se resiste al sol.”
 
 
Los pasos ilustres y otros pasajes
 
 
Las sobrias huellas que van quedando al pasar cada página de este núcleo textual son las mismas que la vida deja en nuestra piel. Coherente es su estrategia de estructuración entre los fondos y  formas contenidas, toda vez que las adversas circunstancias aparecen vestidas con versos largos, pausados, cansados. Lo dicho se constata En Pequeña danza de la muerte a través del tono elegíaco que acompaña cada pisada hacia el destino radical e inevitable de disolución del Ser y pone en evidencia el accionar del verdugo que es la muerte: “ni ama ni odia, solo ejecuta / la oscuridad de su deseo”). Asimismo, en Anciano con cerveza en la mano, observamos como la existencial lasitud referida alcanza su expresión mayor: “pero el vaso en su mano no se inmuta. / Antes bien, es prodigio de espuma, / en el borde del sueño, estar aún vivo”. También cansancio, no resignación, se percibe en Los pasos ilustres, texto que nombra a medias esta sección: “Hoy vengo a tus lugares, / a tus piedras, a los restos / de ti que habrás dejado / camino del mercado o la taberna. /A tu persona fósil y posible / en un copo de caspa remanente, / a una celda de piel/ célula muerta, / donde lata tu código de vida/…/No ha de ser que de ti, que de nosotros, / solo queden elogios y palabras, y nada/ de la concreta humanidad.”
 
Sin dudas estos poemas se parecen a su poeta. Fluyen sin aspavientos, sencillos, críticos —pero no trágicos— al abordar la realidad, como en Nada nos salva del olvido, título y primer verso que el poeta se apresura a sustentar: “ni el mármol que la lluvia lava / ni el luto doble de la viuda oscura. / Tampoco el oro en cuya consonante / combaten dos ejércitos ruidosos. / Mucho menos la fama, esa doncella falsa / que pregona la noche en la ciudad, / la vergüenza de todos”.  José Luis Vega reitera, en este texto inicial: “Nada nos salva del olvido, y qué”, consciente de que ante la vastedad del universo y el tiempo (esto es, ante lo infinito y lo eterno) poco importa la fugaz memoria de las vidas sumadas de todos los hombres y mujeres; en fin, la insignificancia de cuanto como raza hemos sido, somos y podemos ser.  (Esta desoladora premisa también sirve de base, como veremos, de la parte final de Sínsoras, titulada Los inventores del cielo.)
 
Claro que quisiéramos —y acaso merecemos— la eternidad, cual refiere Jose Luis Vega en el poema Lección: “Nadie quiere / su término perfecto / por más gloria que tenga prometida./…/ Todo procura / en cada muerte vida / y hasta el loto florece / sin defecto / en caldo de bacterias malheridas”. Es natural, como bien señala el autor, que la conciencia se niegue a ceder indefinidamente su esencia, su espacio y su tiempo. De ahí que para rehuir de la nada, nuestro instinto de conservación primero haya creado, ante el misterio, a Dios; y después, al desvelar leyes de la naturaleza, apueste a la universalidad de un principio termodinámico: “La energía no se crea ni se destruye; sólo se transforma”; sendas perspectivas, una mística y otra cientificista, para resistir el asedio de la muerte.
 
Los poetas —conocedores de todo y especialistas en nada— con las licencias del lenguaje para las fabulaciones, no dudan en amalgamar en un mismo crisol todos los saberes místicos y  profanos, sobre todo para tratar asuntos de vida: “Ser o no ser, he aquí la cuestión”, cual reza en la primera línea del soliloquio Hamlet.  José Luis Vega, en el mismo tenor de William Shakespeare, aborda esta axial encrucijada en uno de los poemas de mayor carga metafísica del conjunto,  Transmutación, concebido a partir de la dolorosa experiencia de la partida final de un ser querido: “Muerto, se transformó / — Yo lo vi— / Una luz —digamos una luz / por decir algo— que salió de sí mismo lo envolvía / en una recobrada plenitud”. Ciertamente, un esperanzador testimonio místico de aspiración de vida póstuma, salomónicamente conciliado con la materialidad de la energía evolucionada: “No hubo efectos escénicos. / Más bien la gloria física / de la transmutación”.
 
Por la falta de comprobación de vida póstuma al modo científico, o al menos a través del  testimonio de un resucitado moderno, aprehensión sentimos todos (y más lo poetas) acerca de las escatológicas promesas de paraísos. Pero no es sólo falta de información, también están las contradicciones sobre el tema que aparecen en las sagradas escrituras de las principales religiones. De todas las incongruencias acerca del paraíso—verbigracia el jardín ideal de todos los deseos para los hombres, con bellas jóvenes inmortales siempre dispuestas al placer— una en especial genera duda razonable en el vate puertorriqueño, recogida en Réquiem por los árboles. Ya que todo muere (árboles, animales; incluso “el de corazón que no moría”) inquieta a Vega que, acorde a dogmas judeocristianos, sólo resuciten los seres humanos, pues de ser así: “Cómo, sin ellos [sin los entes naturales de sus circunstancias] soportar el cielo”. Por supuesto le desagrada la idea de un cielo lleno de humanos, sin otro contexto viviente[3].
 
También acá el fino sarcasmo (como para quitar moralina y severidad al trago inevitable) es la salida escogida por el poeta en textos como Fantasma familiar, en los versos: “Mejor aquí, mejor ánima en pena/ que acostada, mejor muerta de sueño/ que dormida, mejor sombra indiscreta / que lumbre entre palabras prometidas”, también  Mar de Huesos cuando dice: “Este es el mar de huesos/ adonde vienen a morir todos los huesos./…/aquí el oro se vuelve puro polvo/ y el amor se convierte en huesarrón”. Asimismo, en Elegía a Saulo en dos tiempos, texto en el que el poeta se ha tomado, finalmente, el sin sentido de la vida con filosofía (constatable en el paralelismo que hace de Saulo de Tarso, romano escritor de carta, con Saúl Ramos, que en la contemporaneidad encarna tanto a Vega como a cada uno de nosotros), hallando “el humor de la sabiduría” que ha igualado desde el principio —y así por siempre— la experiencia de cada persona ante su propia muerte.
 
 
 
Los inventores del cielo
 
 

Si un elemento cohesiona estos libros interiores es la actitud crítica del poeta contra el establishment, a veces de cara a la decadente cultura imperante en la sociedad actual, otras veces a los excesos creativos en el uso de los recursos del lenguaje y, más frecuentemente, a la puerilidad de dogmas religiosos fuertemente enraizados. Sobre este última aspecto se solaza el último poemario, Los inventores del cielo, afirmado sobre las cenizas dejadas por los Pasos ilustres, pues ambos parten del escepticismo a tocar aspectos que tienen que ver con los límites de la humanidad. En Los inventores del cielo ya no sólo interesa el individuo y su destino mortal, sino toda la humanidad a partir de un sentido cuántico que procura integración de las ínfimas partes al todo, de cada ente al universo.
 
José Luis Vega, sobre criterios científicos originalmente castigados con la hoguera por la Santa Inquisición, nos hace observar un cosmos autogenerado, ajeno a toda voluntad divina. Propone desde el epígrafe inicial, en cita a José Saramago, que el único cielo que existe, es el imaginado por astrofísicos afanados en descubrir, allende las estrellas, el origen de la vida: “… el cielo es el resplandor/ que hay dentro de la cabeza/ de los hombres, si no es la / cabeza de los hombres/ el propio y único cielo”.
 
Este libro de cierre, aunque concebido a partir de notas biográficas separadas, apuntala el proyecto escritural mayor de configurar un evangelio necesariamente herético y apócrifo —o bien, un contra-evangelio— dada las mundanas verdades descritas. Contiene, confiesa el poeta, “el alfabeto/ en que Dios redactaba su decreto”, estos es, sus símbolos pero no el mensaje. Así, con palabras y verbos divinos se apresta a decir realidades verificables empíricamente. Como simple médium o exégeta, preserva para todos —no solo iniciados— las memorias de un saber anterior pero vigente, “páginas abiertas”  que están escritas “en remota lengua muerta/…/ ¡Y aun así, qué mina de poesía/ fosforescente en la noche todavía!”
 
Más que versos, este poemario contiene hojas de vidas terrenas; más que desmentidos a promesas escatológicas de un destino para la resurrección, contiene anécdotas de los herejes preferidos y las circunstancias en que, con metáforas hechas a partir de comprobables cifras, fundamentaron sus oportunos sacrilegios.
 
Estas vivenciales estampas nos presentan a Cornelio Agripa, de cuyo descreimiento parte en el medioevo la ciencia moderna; a Nicolás Copérnico, que puso al sol (desplazando a Dios) en el centro del universo; a Giordano Bruno, de cenizas en hoguera de inquisición, que destronando al sol sacándolo del centro de todo, nos legó mundos inteligentes que aun en la posmodernidad aguardamos; también nos refieren a Galileo Galilei quien, con artesanal telescopio, constató el movimiento de las estrellas; a Johannes Keppler “que calculó el espanto geométrico de Dios”, al descubrir las orbitas que describen los planetas alrededor del sol; a Tycho Brahe, arquitecto “del cielo sin cielo” con sus medidas estructurales para la gravitación universal; a Isaac Newton, quien reconstruyó el cielo a partir de un sistema científico que, en casi todas sus partes, aun rige al mundo; A Emanuel Swedenborg, portador de un nebuloso saber que preconizaba armonías inauditas entre la física y la metafísica, visualizando al cielo desde el espíritu y desde la perspectiva profana de la ciencia: “El que mira hacia dentro de sí mismo / ve galaxias y cuásares / en perpetua expansión” que hizo que hasta Borges —“el ciego que piensa / las vastas bibliotecas circulares”— leyera “libros del sol”. Finalmente, estos currículum vítae nos traen la autopsia del cráneo de Albert Einstein, de cuya terrenidad (por la genialidad y originalidad de sus concepciones) se tienen serias dudas: “Hurgaron, hurgaron hasta el fondo: / y no hallaron ni sombra de la célula / que pudiera alojar el Universo”; nos invita a viajar a la velocidad de la luz por la mente del parapléjico célebre, Stephen Hawking, que encontró hoyos negros en la costura perfecta del cielo: “no sabrá que en el fondo va de viaje / a su cielo interior. Más veloz / que una imagen, más veloz / que una nave de ciencia ficción.”
 
Como colofón irónico, ante las increíbles invenciones de estos ilustres apóstatas hacedores (como Dios) de universos, José Luis Vega nos recuerda la tragedia de la condición humana, su cruel brevedad, al referir en el epílogo de este nietzscheano testamento: “Tras breves avatares de agua y fuego, el astro azul se heló / y aquello animales perecieron”, advirtiéndonos, sobre la esterilidad de nuestros hallazgos que, sin importar sus dimensiones fabulosas, están condenados a perderse en el infinito; recordándonos, con tragicómico dejo, nuestra condición de frágiles sínsoras a la deriva, prontas a ser devoradas por los mismos cielos que inventamos.



[1] Palabra derivada, en Puerto Rico, con toda probabilidad desde el XVI, de las combinaciones léxicas “las ínsulas” o “unas ínsulas”, por referencia en un principio a los relatos de caballerías. Álvarez Nazario, Manuel, “Las ínsulas extrañas”, Boletín de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, San Juan, 1973, I, núm. 1, pp. 31-34)
[2] Vega, José Luis; “Sínsoras”, Editorial Planeta Mexicana, S.A bajo el sello Seix Barral, Ediciones Callejón, Viejo San Juan, Puerto Rico, 2013. 127 páginas.
[3] El poema luce inspirado en las ideas de Helena Petrovna Blavatsky, fundadora de la Sociedad Teosófica, recogidas en su artículo escrito en la década de 1880 con el título ¿Tienen alma los animales?; especialmente en la interrogante con que inicia el capítulo III: “Según las enseñanzas teológicas, el destino del hombre, ya sea brutal y parecido a una bestia, ya sea un santo, es la inmortalidad ¿Y cuál es el destino futuro de las innumerables huestes del reino animal?”. Madame Blavatsky, entre sus múltiples indagaciones filosóficas y teológica, encuentra explicación en San Pablo, quien refiere que: “No sólo ellos (los animales), sino también nosotros que gozamos de los primeros frutos del Espíritu, gemimos en nuestro íntimo ser, mientras esperamos la adopción, esto es: redimirnos de nuestro cuerpo”, pero José Luis Vega, como buen poeta, prefiere iluminar con dudas nuestro albedrío.
 
 
© Fernando Cabrera