José Luis y Catalina Vega, Arte Vivo 2013, República Domicana
|
Por Fernando Cabrera
Ensayo sobre el libro “Sínsoras”, del
poeta puertorriqueño, José Luis Vega, presentado el sábado 30 de noviembre de
2013, en actividad organizada por La Academia Dominicana de la Lengua y el Ateneo
Insular Internacional, en el Teatro Regional del Cibao, Festival Internacional Arte Vivo, Santiago de los Caballeros,
República Dominicana.
Con esta singular valoración del vocablo “sínsoras” [1] usado
originalmente en los campos de Puerto Rico para referir un lugar lejano, José
Luis Vega, nos convida a conocer las más hondas raíces de su sensibilidad[2], a partir de cinco bloques temáticos
que, sobre sus especificidades, integran un coherente universo significativo.
Sínsoras y poesía (o mejor, topos y logos) señalan las aristas de la
pertenencia existencial de este autor, toda vez que signan las geografías física
y metafísica en que ha tomado sentido su vida, cual refiere en, esquiva tercera
persona, su poema Isla: “su territorio está habitado /por la
hermosura pertinaz / y más que tierra es pensamiento / que se diluye sin cesar”. Ambas premisas
de origen, la concreta y la simbólica, prontamente se difuminan en un nombramiento
envolvente —un categórico “nosotros”— en
tanto identificación genérica de todo cuanto es y acontece a los seres humano: “Ítaca, Arcadia, Aleph, Utopos / Thule… /
¿Cuál es su identidad?/…/este país por inventar”. En este desplazamiento
por ciudades de la realidad y del imaginario, insisto, hay la intención del
poeta de testificar, desde sus circunstancias, experiencias universales. Empecemos,
pues, este peculiar viaje desde las pequeñas a las grandes sínsoras, desde las
partes al todo, descubramos los tesoros que valúa con sobrado placer el
académico, el lingüista y el poeta; en fin, la trinidad sensible de un hombre de letras a carta cabal.
De las islas y otros lugares
Con su arrobador lenguaje transparente, pleno de musicalidad popular, coloquial
(no obstante el aliento rimado y, muchas veces, medido), Vega nos introduce en
su revaloración (o reinvención) de su isla
de origen, Borinquén, cual lo testifican los poemas Las aguas de la Parguera y San
Juan, Lisboa, 1935. En el primero, en Las
aguas de la Parguera, el poeta nos convida su mirada asombrada ante unas
negras aguas donde los “pargos” no faltan a los pecadores, pero tampoco el misterio;
toda vez que las riveras del municipio de Lajas, donde la bahía de la Parguera
queda, es el hogar de minúsculos organismos iridiscentes que estallan en
milagrosa luz al contacto de algún cuerpo o barca con el agua que los alberga: “todo está lleno de lo que oculta / hasta
los bordes del más allá. / Unos dicen que alas / otros que animas/…/Hasta mi corazón tan descreído está poblado
de esta sustancia.”
En el segundo poema referido, San
Juan/Lisboa 1935, las palabras constituyen un vínculo entre ciudades de
sendas calles nacidas de un cielo entre montañas que coinciden allende el mar,
en singular circularidad, nueva vez en el cielo: “Era como si una contuviese a la otra: / Lisboa, el almacén, / San
Juan, el eco, / conforme a los tamaños de la historia. / Mas conforme al amor
de las ciudades / San Juan Guarda a Lisboa.” En estos versos, las herencias
marineras sirven de contexto a “dos
poetas diversos y distantes”, los cuales —como aquellas ciudades y calles— se contienen uno en el otro, testificados
tiempo después por un tercer poeta, Vega, quien los reencuentra en las
palabras, influenciado por sus propias poéticas: “No es Palés es Pessoa, / dirán los entendidos cargadores del muelle /
al verlos, tambaleantes calle abajo, / izados por un aire de marina, / de brazo
rumbo al río.”
El lugar lejano que indica la voz autóctona “sínsoras” (esto es, una voz
vieja para una nacionalidad afirmada), de manos de Vega en ocasiones también alegoriza
la muerte, cal se aprecia en el poema que nombra: “Cuando muera, iré a la calle de la Cruz”. Como hermosa esta palabra,
siempre pluralizada en su vocación de distancia, también alegoriza el
inexorable destino de lo viviente, pero no como estadio definitivo, sino como
inusitado tránsito. La calle de la Cruz, la que avizora el final, con su inclinada geografía desde y
hacia lo etéreo, invita a una recuperación de lo vivido, o mejor, de lo
bailado.
Este segundo conjunto de poemas recoge exabruptos y cavilaciones contra
todo lo que, paradójicamente, realmente importa al poeta. En definitiva
constituyen axiales desahogos en fáciles y contagiosas cantatas, que confirman lo
sospechado en libros anteriores de José Luis Vega: leerlo es simplemente hablar
con él. Su estrategia del verso simple y la actitud dubitativa, se destacan
especialmente en su poema Contra el
lenguaje en donde el autor —contrastando lo que el título nombra—acentúa su
devoción a las palabras. Ciertamente el poeta, aun él mismo bajo el influjo del
lenguaje, le recrimina a éste su grácil sortilegio: “Conozco tus peligros, narciso / ante el estanque de ti mismo, /
masturbándote. Perdido / en tu belleza, solo / danzas tu son, fallido / dios
que a ti mismo te engendras”. Desde las propias heridas de oficio, advierte
a los escritores de los riesgos de sus múltiples bondades, las cuales, como el
canto de las fabulosas sirenas, siempre invitan al exceso. El perfume de la
flor en el primer verso citado alude obviamente al conocido mito griego de
auto-celebración suicida. En esta ocasión el mito alegoriza tanto a la materia
prima como a su cultor, esto es al lenguaje y al poeta que en sus palabras se
mira.
En esta misma tesitura, de ajustes de los aperos creativos, José Luis Vega
enmienda la plana a la extendida práctica entre poetas noveles (y no tanto) de
hacer versos herméticos, cuyas claves solo pueden ser interpretadas por quienes los
conciben o, a lo sumo, por otros escritores. Alerta, quizás ganado por su conocida
vocación didáctica, de las traicioneras redes de simbología que matan el entusiasmo
de los lectores. Este poema, Contra el
lenguaje, constituye una poética de lo simple, en tanto fustiga a los
deslumbrados por las honduras insondables del lenguaje, a los poeta que,
olvidándose del otro, se cantan a sí mismos, y se quedan, al final, solos en
sus mismidades, o mejor, con sus poemarios en los desvanes: “La poesía, pues te ama, / te lo perdona
todo. Yo no.”
En el texto Contra la mística
el tono severo, aleccionador, se repite. Amante de los altos vuelos del
pensamiento invita, sin embargo, a sospechar de los intangibles (“Tan lejano/ que engaña”), de la
conceptualización en exceso; incita a poner los pies en tierra, a modular la
voz para que las palabras estén, preferentemente, atentas a las tensiones y
distensiones del ritmo: “Que ante el
silencio/ elocuente, / no olvides el canto.”
En este mismo plano discurre su poema Alegoría de la razón y la imaginación, en el cual —conminatorio pero
sutil— contrapone a la severa señora, que es la razón, esa grácil moza que
propone libaciones, andando en éxtasis siempre: “corriendo por la casa, / desnuda, vociferando entre los aerolitos”.
Aunque los reclamos en esta separata son —como diría Aristóteles— eminentemente
sociales, quien habla en textos como Alegoría
de la letra no es un poeta “social”
per se, de intransigentes afiliaciones ideológicas, sino el hombre en posesión
de su lengua y de su pensamiento, llamado a hacer trascender su canto sobre las
circunstancias inmediatas: “esta letra
[que no es otra que su poesía] sin
diéresis ni tilde / quisiera ser al menos / una errata, un rabillo / una
cedilla, / una ave circunfleja / en la palabra primordial.”
Algunos de los poemas de Vega empiezan con la objetividad del narrador,
con afirmaciones y descripciones que, si bien entrañables, no disimulan su propósito
de distender la atención del lector, cual en los siguientes versos de Alegoría de Mariposa: “Cada año, a mediado de octubre, / la
mariposa monarca emprende vuelo / desde los bosques, al sur de Canadá/ con
rumbo a las cañadas mexicanas / nutridas de oyamales. /…/Todas vuelven sin
fallo a los santuarios…”. Este esfuerzo de contextualización (algo extraño
al lirismo actual) luce ardid de ajedrecista para aletargar su oponente, en
tanto asesta un letal remate de inesperada carga emotiva, con una visión
interiorizada de la propia sensibilidad; cual acontece en el verso que al final
redondea este danzar de mariposas migrantes: “Todas, excepto una tan extraviada como mi deseo”.
Al poeta también le placen los deberes del académico, de ahí que no dude
en confabularse con Esopo para aleccionarnos sobre las arideces de la vida,
cual acontece en el poema Alegoría de la
fuente, que contiene una sutil metáfora de la baldía cotidianidad urbana. Afortunadamente
para la poesía, en este texto (y otros similares) el interés didáctico aparece
subordinado a las aspiraciones estéticas. Sobre toda útil razón prevalece la
emoción, expresada en el texto citado como rítmico estupor frente a la creciente indiferencia de
nuestra sociedad posmoderna ante la belleza: “Los viandantes que pasan no reparan/ en la lección espesa/ ni en la
frágil mecánica del agua / que al aire nos eleva. / Basta un motor, un corazón
dañado, / y una verde sustancia nos rodea.”
Un elemento interesante —o mejor, un condimento indispensable— en la
poética de José Luis Vega es el humor, el cual regularmente usa como válvula de
escape, de autodefensa en este caso, ante las arideces de la vida que
inexorablemente declina. Este humor característico aflora en varios textos,
como el titulado Alegoría del consumidor,
el cual contiene una crítica mordaz al asfixiante materialismo que arropa el
tiempo presente: “Un hombre va al mercado
y compra / al tuerto su ojo ciego; / al cojo, alguna pierna; / al manco, la
otra mano / y a un viejo degollado, la cabeza./…/ Al fin de la jornada, / para
guardarlo todo en un baúl / —a un precio que da risa y moraleja— / le compra a
un resurrecto su ataúd.”
El erotismo que antes fluía a borbotones en otros poemarios cercanos al
bolero, aparece tímidamente delineado únicamente en el texto titulado Alegoría de la mujer de los hoteles solos, para
expresar la soledad abismal que en las noches gana a los viajeros. Las
urgencias de autosatisfacción de la libido son recogidas con el recato de los tiempos
viejos, en rítmicos pareados: “Cierro los
ojos y apareces / en la luz de la obscuridad. /Serás amor o serás muerte / o
cualquier cosa que dirán, / pero en las noches de los hoteles / entras desnudas
sin llamar…”
Alquimia menor
Esta vez la aspiración cardinal del iniciado (alquimista o teósofo) no es
convertir el plomo en oro, coherentemente con la aspiración medieval, sino
alcanzar el bien mayor de la trascendencia a través de la transmutación de la
sangre en palabras escritas, de modo que éstas, al pronunciarse, nueva vez retornen
a la vida, así eternamente. Lo de “menor” no categoriza un orden de importancia;
si algo condiciona este adjetivo es el modo (la armonía, el ritmo, la tensión) con
el cual el orfebre estructura su creación, como acontece en algunos poemas de
esta sección. Menor, pues, como escala musical propensa —paradójicamente— tanto
a las melancolías como a la fácil celebración; cual en el poema titulado Ritmo, concebido en versos cortos,
aforísticos, rimados, con los cuales José Luis Vega, afinando los recursos de
su poética, quizá procura imitar, a la manera de Bécquer, los primigenios latidos
del corazón: “Con la edad / la poesía /
nace roja/ como en la quiebra / de la piedra / la flor. / La pasión / como el
mosto / se va al fondo / y todo / gana el oro / del carbón.”
Acorde con este llamado a la armonía, pero ahora en tono severo, en el
texto Invocación a la vieja rima, el
poeta lanza una alerta sobre la sordidez que, como arritmia o monotonía, está
presente en mucha de la poesía vanguardista (y más en su expresión
contemporánea o posmodernista), por la temeridad de quienes, desde hace más de un
siglo, viene implantado propuestas formales decadentes, enrostrando versos que
abusan de la libertad. Su crítica reza
con el mazo, toda vez que recurre al tradicional recurso de la rima —a la
enclaustrada música de la forma clásica— para hacer su vehemente reproche al
sin son de las experimentaciones y las revoluciones: “Señora de los sastres, son de loco, / a contrapelo de lo que dirán, /
te invoco./ Venga a nos tu silvestre participio / y, a falta de mejor don o
milagro,/ danos tu vino amargo, tu pan magro, / espántanos la abulia con tu
ripio./…/Baje tu lengua de pentecostesa / a acariciar el petalón reseco; /
bésenos, como antes, con su eco / tu boca desdentada de princesa.”
En Poema tropical a un poeta ruso,
Vega compara los elementos del paisaje, las circunstancias de la naturaleza,
para, a partir de las diferencias climáticas, destacar las paradójicas ventajas
para el intelecto que —según su valoración—
ofrece la aridez del frío extremo septentrional, de las nevadas horas, sobre
las paradisíacas condiciones de las estampas tropicales que perenemente invitan
al disfrute sensorial. En paradigmática epifanía, el poeta puertorriqueño
recrea la creencia popular de que el frío favorece la acción de pensar y, con
ello, también de poetizar; mientras que, tanto sol y tanto mar propician despreocupado
y concupiscente ocio: “Allá, nieve
maestra, con la saya subida / hasta el pomo de la puerta de entrada. / Acá,
verde recreo, y el mar, el mar / color de enigma bravo. Allá, las olas bálticas
que revientan en pares y enseñan a rimar; / acá, este ritmo voluble, pectoral.
/ La poesía que arde en la nieve cirílica / es también hibisco que se resiste
al sol.”
Los pasos ilustres y otros pasajes
Las sobrias huellas que van quedando al pasar cada página de este núcleo
textual son las mismas que la vida deja en nuestra piel. Coherente es su
estrategia de estructuración entre los fondos y
formas contenidas, toda vez que las adversas circunstancias aparecen
vestidas con versos largos, pausados, cansados. Lo dicho se constata En Pequeña danza de la muerte a través del tono
elegíaco que acompaña cada pisada hacia el destino radical e inevitable de
disolución del Ser y pone en evidencia el accionar del verdugo que es la muerte:
“ni ama ni odia, solo ejecuta / la
oscuridad de su deseo”). Asimismo, en Anciano
con cerveza en la mano, observamos como la existencial lasitud referida
alcanza su expresión mayor: “pero el vaso
en su mano no se inmuta. / Antes bien, es prodigio de espuma, / en el borde del
sueño, estar aún vivo”. También cansancio, no resignación, se percibe en Los pasos ilustres, texto que nombra a
medias esta sección: “Hoy vengo a tus
lugares, / a tus piedras, a los restos / de ti que habrás dejado / camino del
mercado o la taberna. /A tu persona fósil y posible / en un copo de caspa
remanente, / a una celda de piel/ célula muerta, / donde lata tu código de
vida/…/No ha de ser que de ti, que de nosotros, / solo queden elogios y palabras,
y nada/ de la concreta humanidad.”
Sin dudas estos poemas se parecen a su poeta. Fluyen sin aspavientos,
sencillos, críticos —pero no trágicos— al abordar la realidad, como en Nada nos salva del olvido, título y
primer verso que el poeta se apresura a sustentar: “ni el mármol que la lluvia lava / ni el luto doble de la viuda oscura.
/ Tampoco el oro en cuya consonante / combaten dos ejércitos ruidosos. / Mucho
menos la fama, esa doncella falsa / que pregona la noche en la ciudad, / la
vergüenza de todos”. José Luis Vega
reitera, en este texto inicial: “Nada nos
salva del olvido, y qué”, consciente de que ante la vastedad del universo y
el tiempo (esto es, ante lo infinito y lo eterno) poco importa la fugaz memoria
de las vidas sumadas de todos los hombres y mujeres; en fin, la insignificancia
de cuanto como raza hemos sido, somos y podemos ser. (Esta desoladora premisa también sirve de
base, como veremos, de la parte final de Sínsoras,
titulada Los inventores del cielo.)
Claro que quisiéramos —y acaso merecemos— la eternidad, cual refiere Jose
Luis Vega en el poema Lección: “Nadie quiere / su término perfecto / por
más gloria que tenga prometida./…/ Todo procura / en cada muerte vida / y hasta
el loto florece / sin defecto / en caldo de bacterias malheridas”. Es
natural, como bien señala el autor, que la conciencia se niegue a ceder
indefinidamente su esencia, su espacio y su tiempo. De ahí que para rehuir de
la nada, nuestro instinto de conservación primero haya creado, ante el misterio,
a Dios; y después, al desvelar leyes de la naturaleza, apueste a la
universalidad de un principio termodinámico:
“La energía no se crea ni se destruye; sólo se transforma”; sendas
perspectivas, una mística y otra cientificista, para resistir el asedio de la
muerte.
Los poetas —conocedores de todo y especialistas en nada— con las
licencias del lenguaje para las fabulaciones, no dudan en amalgamar en un mismo
crisol todos los saberes místicos y
profanos, sobre todo para tratar asuntos de vida: “Ser o no ser, he aquí la cuestión”, cual reza en la primera línea
del soliloquio Hamlet. José Luis Vega, en el mismo tenor de William
Shakespeare, aborda esta axial encrucijada en uno de los poemas de mayor carga
metafísica del conjunto, Transmutación, concebido a partir de la
dolorosa experiencia de la partida final de un ser querido: “Muerto, se transformó / — Yo lo vi— / Una
luz —digamos una luz / por decir algo— que salió de sí mismo lo envolvía / en
una recobrada plenitud”. Ciertamente, un esperanzador testimonio místico de
aspiración de vida póstuma, salomónicamente conciliado con la materialidad de
la energía evolucionada: “No hubo efectos
escénicos. / Más bien la gloria física / de la transmutación”.
Por la falta de comprobación de vida póstuma al modo científico, o al menos
a través del testimonio de un resucitado
moderno, aprehensión sentimos todos (y más lo poetas) acerca de las
escatológicas promesas de paraísos. Pero no es sólo falta de información,
también están las contradicciones sobre el tema que aparecen en las sagradas
escrituras de las principales religiones. De todas las incongruencias acerca
del paraíso—verbigracia el jardín ideal de todos los deseos para los hombres,
con bellas jóvenes inmortales siempre dispuestas al placer— una en especial genera
duda razonable en el vate puertorriqueño, recogida en Réquiem por los árboles. Ya que todo muere (árboles, animales; incluso
“el de corazón que no moría”) inquieta
a Vega que, acorde a dogmas judeocristianos, sólo resuciten los seres humanos,
pues de ser así: “Cómo, sin ellos [sin
los entes naturales de sus circunstancias]
soportar el cielo”. Por supuesto le desagrada la idea de un cielo lleno de
humanos, sin otro contexto viviente[3].
También acá el fino sarcasmo (como para quitar moralina y severidad al
trago inevitable) es la salida escogida por el poeta en textos como Fantasma familiar, en los versos: “Mejor aquí, mejor ánima en pena/ que
acostada, mejor muerta de sueño/ que dormida, mejor sombra indiscreta / que
lumbre entre palabras prometidas”, también Mar de
Huesos cuando dice: “Este es el mar
de huesos/ adonde vienen a morir todos los huesos./…/aquí el oro se vuelve puro
polvo/ y el amor se convierte en huesarrón”. Asimismo, en Elegía a Saulo en dos tiempos, texto en
el que el poeta se ha tomado, finalmente, el sin sentido de la vida con
filosofía (constatable en el paralelismo que hace de Saulo de Tarso, romano
escritor de carta, con Saúl Ramos, que en la contemporaneidad encarna tanto a
Vega como a cada uno de nosotros), hallando “el
humor de la sabiduría” que ha igualado desde el principio —y así por
siempre— la experiencia de cada persona ante su propia muerte.
Los inventores del cielo
Si un elemento cohesiona estos libros interiores es la actitud crítica del
poeta contra el establishment, a veces de cara a la decadente cultura imperante
en la sociedad actual, otras veces a los excesos creativos en el uso de los
recursos del lenguaje y, más frecuentemente, a la puerilidad de dogmas
religiosos fuertemente enraizados. Sobre este última aspecto se solaza el último
poemario, Los inventores del cielo, afirmado
sobre las cenizas dejadas por los Pasos ilustres, pues ambos parten del
escepticismo a tocar aspectos que tienen que ver con los límites de la
humanidad. En Los inventores del cielo ya no sólo interesa el individuo y su
destino mortal, sino toda la humanidad a partir de un sentido cuántico que
procura integración de las ínfimas partes al todo, de cada ente al universo.
José Luis Vega, sobre criterios científicos originalmente castigados con
la hoguera por la Santa Inquisición, nos hace observar un cosmos autogenerado,
ajeno a toda voluntad divina. Propone desde el epígrafe inicial, en cita a José
Saramago, que el único cielo que existe, es el imaginado por astrofísicos
afanados en descubrir, allende las estrellas, el origen de la vida: “… el cielo es el resplandor/ que hay dentro
de la cabeza/ de los hombres, si no es la / cabeza de los hombres/ el propio y
único cielo”.
Este libro de cierre, aunque concebido a partir de notas biográficas
separadas, apuntala el proyecto escritural mayor de configurar un evangelio necesariamente
herético y apócrifo —o bien, un contra-evangelio— dada las mundanas verdades
descritas. Contiene, confiesa el poeta, “el
alfabeto/ en que Dios redactaba su decreto”, estos es, sus símbolos pero no
el mensaje. Así, con palabras y verbos divinos se apresta a decir realidades
verificables empíricamente. Como simple médium o exégeta, preserva para todos
—no solo iniciados— las memorias de un saber anterior pero vigente, “páginas abiertas” que están escritas “en remota lengua muerta/…/ ¡Y aun así, qué mina de poesía/
fosforescente en la noche todavía!”.
Más que versos, este poemario contiene hojas de vidas terrenas; más que desmentidos
a promesas escatológicas de un destino para la resurrección, contiene anécdotas
de los herejes preferidos y las circunstancias en que, con metáforas hechas a
partir de comprobables cifras, fundamentaron sus oportunos sacrilegios.
Estas vivenciales estampas nos presentan a Cornelio Agripa, de cuyo descreimiento
parte en el medioevo la ciencia moderna; a Nicolás Copérnico, que puso al sol (desplazando
a Dios) en el centro del universo; a Giordano Bruno, de cenizas en hoguera de
inquisición, que destronando al sol sacándolo del centro de todo, nos legó mundos
inteligentes que aun en la posmodernidad aguardamos; también nos refieren a
Galileo Galilei quien, con artesanal telescopio, constató el movimiento de las
estrellas; a Johannes Keppler “que
calculó el espanto geométrico de Dios”, al descubrir las orbitas que
describen los planetas alrededor del sol; a Tycho Brahe, arquitecto “del cielo sin cielo” con sus medidas
estructurales para la gravitación universal; a Isaac Newton, quien reconstruyó
el cielo a partir de un sistema científico que, en casi todas sus partes, aun
rige al mundo; A Emanuel Swedenborg, portador de un nebuloso saber que
preconizaba armonías inauditas entre la física y la metafísica, visualizando al
cielo desde el espíritu y desde la perspectiva profana de la ciencia: “El que mira hacia dentro de sí mismo / ve
galaxias y cuásares / en perpetua expansión” que hizo que hasta Borges —“el ciego que piensa / las vastas
bibliotecas circulares”— leyera “libros
del sol”. Finalmente, estos currículum vítae nos traen la autopsia del
cráneo de Albert Einstein, de cuya terrenidad (por la genialidad y originalidad
de sus concepciones) se tienen serias dudas: “Hurgaron, hurgaron hasta el fondo: / y no hallaron ni sombra de la
célula / que pudiera alojar el Universo”; nos invita a viajar a la
velocidad de la luz por la mente del parapléjico célebre, Stephen Hawking, que
encontró hoyos negros en la costura perfecta del cielo: “no sabrá que en el fondo va de viaje / a su cielo interior. Más veloz
/ que una imagen, más veloz / que una nave de ciencia ficción.”
Como colofón irónico, ante las
increíbles invenciones de estos ilustres apóstatas hacedores (como Dios) de universos,
José Luis Vega nos recuerda la tragedia de la condición humana, su cruel
brevedad, al referir en el epílogo de este nietzscheano testamento: “Tras
breves avatares de agua y fuego, el astro azul se heló / y aquello animales
perecieron”, advirtiéndonos, sobre la esterilidad de nuestros hallazgos
que, sin importar sus dimensiones fabulosas, están condenados a perderse en el
infinito; recordándonos, con tragicómico dejo, nuestra condición de frágiles sínsoras
a la deriva, prontas a ser devoradas por los mismos cielos que inventamos.
[1] Palabra
derivada, en Puerto Rico, con toda probabilidad desde el XVI, de las
combinaciones léxicas “las ínsulas” o “unas ínsulas”, por referencia en un
principio a los relatos de caballerías. Álvarez Nazario, Manuel, “Las ínsulas
extrañas”, Boletín de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, San
Juan, 1973, I, núm. 1, pp. 31-34)
[2]
Vega, José Luis; “Sínsoras”, Editorial Planeta Mexicana, S.A bajo el sello Seix
Barral, Ediciones Callejón, Viejo San Juan, Puerto Rico, 2013. 127 páginas.
[3] El poema
luce inspirado en las ideas de Helena Petrovna Blavatsky, fundadora de la
Sociedad Teosófica, recogidas en su artículo escrito en la década de 1880 con
el título ¿Tienen alma los animales?;
especialmente en la interrogante con que inicia el capítulo III: “Según las enseñanzas teológicas, el destino
del hombre, ya sea brutal y parecido a una bestia, ya sea un santo, es la
inmortalidad ¿Y cuál es el destino futuro de las innumerables huestes del reino
animal?”. Madame Blavatsky, entre sus múltiples indagaciones filosóficas y
teológica, encuentra explicación en San Pablo, quien refiere que: “No sólo ellos (los animales), sino también
nosotros que gozamos de los primeros frutos del Espíritu, gemimos en nuestro
íntimo ser, mientras esperamos la adopción, esto es: redimirnos de nuestro
cuerpo”, pero José Luis Vega, como buen poeta, prefiere iluminar con dudas nuestro
albedrío.
©
Fernando Cabrera