Fernando Cabrera
Por muchas razones enero es un espacio temporal distinto, su esencia sugiere lo que es primero y quizás por eso en su regazo tantos individuos se replantean la vida y fijan cada año sus expectativas, sus metas más caras, quizás por eso otros tantos, en su mayoría citadinos y burócratas a horario completo, deciden hacer un aparte dentro del agobiante ritmo de su cotidianidad para recuperar algo del espíritu nómada ancestral y se enfrascan en la búsqueda de aventuras. De estos últimos, el gesto heroico más socorrido es la conquista del paisaje montañoso, siendo los más empinados y difíciles, los que más llaman a la atención. El ángel de seducción y rey de pedestres nostalgias será por antonomasia, entonces, el Pico Duarte, con sus 3,175 metros por encima del nivel del mar, en una Cordillera Central que parte, como corazón, en mitades la isla; erigiéndose vigía natural de los valles más hermosos que ojos humanos han visto, enarbolando una primacía antillana, tan inmensa como ingenua.
En enero, cuando menos llueve en esos ermitaños parajes de pioneras fábulas, nuestros modernos exploradores y amazonas, pertrechados de utensilios rudimentarios, contadas viandas (víveres y especias enlatadas), así como de confitería para endulzar el polvo, se lanzan con un atrevimiento rayante en la locura a recobrar la esencia de la naturaleza virgen, el aire puro, los mil caminos de arcilla y sol definidos como arterias entre empinadas cuestas y tupida vegetación, entre el canto dicharachero de las cotorras silvestres y el recelo de puercos cimarrones. Cientos de improvisados Robinson Crusoe, buscan la intimidad que brinda el rocío en los árboles, el rayo de luz en la escarcha, el agua en la roca, y las lágrimas del vértigo que nace del asombro en el cielo. Los hijos del smog y el stress toman por asalto esta tierra prometida, a sabiendas de que en sus entrañas se encuentran las minas de sabiduría del rey Salomón y los secretos de alquimia para la juventud eterna.
Como se aprecia, al abandonar la sordidez del asfalto y el concreto de las paredes, de repente se resarce la identidad fluvial del sueño, la utopía de ser; se ve y se siente todo líquido, pues cuerpo y mente se empapan de real vitalidad, en una suerte de entrega que no concibe el egoísmo. Al pico Duarte ¾nunca nombre mejor puesto¾, no llega la fiebre del oro, el afán de lucro desmedido, tampoco el puñal artero que prepara los peldaños para el ascenso social. Por esta vez, la cima es un bien por demás conocido, compartido y amado: el marmóreo rostro del prócer y una tricolor bandera como patria.
En esta peculiar odisea hasta las alturas, que también es, en aparente paradoja, hacia el interior de nosotros mismos, actúa como ente unificador el frío, el cansancio de las grandes caminatas, el calor del fuego en las cocinas de tablas y en las fogatas donde los cuerpos se reúnen y se buscan, la camaradería que impulsa el instinto de supervivencia, al son de relatos de ciguapas y desaparecidos en boca de guardias forestales y guías de rutas y reatas de mansas bestias. Esos hombres nobles y rudos que pasan sus días entre bucólicas faenas, tal vez por el ocio creativo y las verdades sencillas que la soledad prolongada encierra, desarrollan, igual que los marineros, un espíritu dispuesto para el buen ron y la fantasía; de ahí que no ha de extrañar la fascinación que siembran en los que por necesidad hemos extraviado las creencias y la esperanza.
Así como las tribus primitivas de casi todas las civilizaciones incluían entre las pruebas a superar por sus guerreros en etapa de formación, el enfrentamiento de las fuerzas de la naturaleza (la real y la creada a partir de la propia imaginación), como forma de templar anatomías y voluntades, estas voluntarias excursiones a la vastedad del silencio engendran la plenitud de un diálogo interior, donde los protagonistas se ven reflejados tanto en la bóveda celeste, en el titilar sugerente de sus astros, en la canción que silba el viento entre el follaje, en las mariposas que se desdibujan en las fuentes de aguas cristalinas que a poco confluyen para definir grandes caudales de vida.
Es aquí en medio de esta estirpe de pura trascendencia donde fluyen, como en secuencia de imágenes de un especial cinematógrafo, los eventos más radicales de nuestra historia personal, los olores y sabores que se han hecho manchas indelebles en nuestra memoria, las preguntas sin respuestas repetidas mil veces y otras tantas olvidadas; es donde se hace posible vislumbrar puertas prometedoras de terrenal felicidad. Cuán grato resulta recuperar en detalle a ese extraño íntimo que somos…
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Cabrera, Fernando. Imago Mundi. Obras. Colección Fin de Siglo. Consejo Presidencial de Cultural. Santo Domingo, 2000.
Cabrera, Fernando. El pico Duarte o la recuperación del Yo. En: J. A. Almánzar, Antología Mayor de la Literatura Dominicana, Prosa II. Santo Domingo, 2001. Fundación Corripio. Pags. 594-595