Maricarmen Rodríguez en "Al filo del desagüe" |
Maricarmen Rodríguez tiene una figura
lánguida, sublime y la más amorosa sonrisa. La conocí hace años, me decía que
era bailarina. Y sí, bailaba al caminar, pero en las tablas, sobre el
escenario, no la vi hasta ahora, cuando se ha desdoblado sobre su timidez para
ser otra, la ninfa, la deidad ágil como gacela, devoradora de emociones. No
tardé en conocer de su exitosa trayectoria en la Compañía Nacional de Danza
Contemporánea.
Hoy la he disfrutado en “Al filo del desagüe”, un apasionante monólogo o desahogo corporal,
una valiente apuesta coreográfica de danza moderna. Ha participado con esta
singular danza teatralizada sin diálogos verbales, pero si gestuales, en el X
Festival Internacional de Teatro de Santo Domingo, junto a dos representaciones
unipersonales, “Museum” y “Cuenta, Yova, cuenta” realizadas por Javich Peralta
e Ingrid Luciano respectivamente, bajo el título de “Tríptico”, en función
ofrecida en la Sala Julio Alberto Hernández del Gran Teatro Cibao, este jueves
13 de diciembre. Estoy gratamente sorprendido por el alto nivel de
profesionalidad exhibida en las tres cortas pero intensas representaciones. La
complicidad de años me ha obligado, en primera instancia, a mirar atentamente
el profesional danzar de la musa santiaguera. Oportunidad habrá para abordar
críticamente las otras conmovedoras y convincentes actuaciones.
Maricarmen, por su parte, logró encarnar
convincentemente a una mujer sometida, pero de sangre hirviente; con
movimientos de ninfa por un bosque de sombras y apena luces. Para su drama
danzado la música fue, más que fondo, argumento indispensable al ofrecer la
dramaturgia faltante, la provocación dramática, el perfume embriagante para la
pasión y la crisis existenciales dibujadas en la tridimensionalidad por su cuerpo
esbelto, elástico y vigoroso.
El vestuario y la escenografía, concebidos
por ella, no pudieron ser menos. Apenas un sillón de rojos cojines iluminado en
un plano medio y, al frente a la derecha, un árbol de pino sintético. Durante
toda la escenificación de “Al filo del desagüe”, la danzante Maricarmen apareció
apenas vestida con una bata negra transparentada y una braga carmesí que parecía
erotizarse en las rutinas de entregas sexuales indeseadas a las que obligan las
normas sociales. Después, este minimalista vestuario se amplió con un delantal
que, como referente visual de tradicionales roles, se hizo extensión de su pelo,
de su ser domesticado.
Durante toda la función, de los que nos
habló el rostro dolorido y el grácil cuerpo tensado armónicamente como cuerda
de acero, fue del peregrinar de su género, del femenino, enfrentado al mundo
hostil y discriminante que cantó Aída Cartagena Portalatín en su poema “Una
mujer está sola”. La danzante, indecisa, expectante, inició su insólito danzar reajustando obsesivamente su segunda piel, el ropaje de los convencionalismos, mostrando su
inconformidad contra los contranaturales corsés que le impone la sociedad a la
mujer para ocultar su corporeidad sexualizada. En este contexto de autorregulación,
de represión autómata, con una presencia que lo inundó todo resonó una
“Serenata Cubana” tocada por los dedos ciegos de Frank Emilio Flynn. Estremecían
aquellos acordes clásicos, rápidos, expresivos, aquellos adornados arpegios
gorgojeantes que enmarcaban el ingenuo coqueteo de quien, asintiendo
maquinalmente en la espera (del tren, el autobús, la pareja, de Godot o algún
sentido de la vida), resignadamente se entregaba al azar.
Los gestos de la danzante lucían entonces rutinarios,
hasta que de forma inesperada se detuvieron totalmente. La danzante, entonces, se
desplomó sobre el sillón que precariamente adornaba el escenario. Desde la
sumisión, desde una posición lastimeramente subordinada, aquella adoradora del
movimiento permitió que acontecieran los rituales de un cuerpo tomado por
voluntad o sin ella. Lo que devino fue un agónico agitar, la egocéntrica objetualización
de la persona. Un silencio duro como piedra pautó el crimen de la libido. El
ayuntamiento copulatorio fue propuesto a partir de piernas abiertas en toda su
posibilidad, en un imposible ángulo de 180 grados que dejó al descubierto,
indefensa, la delicada intimidad.
Tras el metafórico coito, se desató el
caos. De manos de la virtuosidad de Flynn, esta vez en la pieza “Rapelle Toi”,
autoría del también compositor cubano Ignacio Cervantes, el escenario se llenó
todo de una sonoridad convocante de reminiscencias. Las manos ciegas para la
luz del concertista, no lo fueron para la memoria; hicieron resonar las teclas
blancas y las negras con sus alientos en bemoles y sostenidos pariendo armonías
más que disonancias, a partir de las cuales, después del indeseado sexo, la
danzante detenida, congelada, rompió la inercia para vestir, también obligada,
los demás roles impuestos por la conservadora sociedad de su entorno.
El delantal corporizó los milenios de
cultura patriarcal. Modosita en lo aparente, la danzante Maricarmen integró
sumisamente a su anatomía aquella extensión infame, hasta que, en simbólico
gesto de parir –o mejor, de menstruar– aquella pieza de infortunio dejó fluir
en círculos, la rabia contenida. Sin embargo, la simulación filial, familiar,
la conformidad, la venció como siempre. Cansada, sometida, nuevamente se dejó
caer en el rojo sillón de sus lamentos.
Yació inerte, desesperanzada, sobre un
silencio doliente, por unos pocos segundos que se antojaron eternos; hasta
reaccionar marcialmente ante la agresión de un irritante timbre que preconizó
el advenimiento de los ruidos de la calle, los estertores de una cotidianidad
decadente. En la banda sonora, grabada con alevosía, se percibía la prisa
maquinal de la época, la absurdidad de la emergente posmodernidad de signos escatológicos
cruzados, acentuada magníficamente por los arpegios de la vibrante trompeta
asordinada de Louis Armstrong en la pieza de jazz blues titulada “Saint James
Infirmary”. Aún vestida de intimidad opresiva, la danzante asistió a un devenir
pautado a partir de ajenas voces de deportivas y noticieros televisivos, de
intrascendentes diálogos familiares y barriales. Este fue el clímax de su
ritual dramático y danzario.
Después de los estertores crepitantes del
día a día, devino la calma. Nos percatamos que se avecinaba una última
concesión vital. En el extremo derecho del escenario, a modo de simbólica
redención, fue tomando importancia el icónico pino. Su lanceolada forma no
tenía otra intención que apelar a nuestra sensibilidad expectante, a esa
condición humana que, aún en las peores circunstancias, jamás se resiste a la
fe y a la utopía. Con la motivación de la celebración de la natividad
cristiana, de la navidad, la danzante pareció recuperar algo de aliento, en
tanto se abocó a cumplir con el libreto de la manada, con el guion social de
temporada. Maricarmen, la danzante, estaba lista para un final que auguraba el
reinicio del marcador de los pesares por venir. Sin mayores recursos técnicos,
la simple ornamentación de aquel árbol navideño preludió el desenlace de
aquella danza, la pausa del del movimiento, la dilución del sonido en el
silencio y a la degradación de la iluminación en el negro de un escenario que
no precisó la caída del telón.
Confieso que he disfrutado esta coreografía
de singular estética, de eclecticismo técnico que tanto nos hace rememorar a
François Delsarte y su “gimnasia expresiva”, a Emile Jaques-Dalcroze y su
apuesta a cuerpos poseído del espíritu de la música, como a Rudolf Laban y su
apuesta a las aceleraciones y los frenos repentinos para signar la tensión o
distensión dramática.
Lo cierto es que Maricarmen Rodríguez en
este entrañable desahogo se ha valido de todo. Más que bailar –y lo ha hecho estupendamente,
pero alejada de las formas clásicas–, ella ha vivido. La frágil mujer
enardecida por los sonidos y los silencios pasó a expresar libremente sus
necesidades mediante cada parte de su cuerpo. Más allá de las armonías
preciosistas usuales, su ser se desarticuló rítmicamente en viscerales
reacciones para expresar angustias existenciales reprimidas, en fin, las humanas
esperanzas que obstinadamente se diluyen en lo nimio, lo inútil y lo
intrascendente.
© Fernando Cabrera