jueves, 13 de diciembre de 2018

“Al filo del desagüe”, desahogo danzario de Maricarmen Rodríguez

Maricarmen Rodríguez en "Al filo del desagüe"

Maricarmen Rodríguez tiene una figura lánguida, sublime y la más amorosa sonrisa. La conocí hace años, me decía que era bailarina. Y sí, bailaba al caminar, pero en las tablas, sobre el escenario, no la vi hasta ahora, cuando se ha desdoblado sobre su timidez para ser otra, la ninfa, la deidad ágil como gacela, devoradora de emociones. No tardé en conocer de su exitosa trayectoria en la Compañía Nacional de Danza Contemporánea.

Hoy la he disfrutado en “Al filo del desagüe”, un apasionante monólogo o desahogo corporal, una valiente apuesta coreográfica de danza moderna. Ha participado con esta singular danza teatralizada sin diálogos verbales, pero si gestuales, en el X Festival Internacional de Teatro de Santo Domingo, junto a dos representaciones unipersonales, “Museum” y “Cuenta, Yova, cuenta” realizadas por Javich Peralta e Ingrid Luciano respectivamente, bajo el título de “Tríptico”, en función ofrecida en la Sala Julio Alberto Hernández del Gran Teatro Cibao, este jueves 13 de diciembre. Estoy gratamente sorprendido por el alto nivel de profesionalidad exhibida en las tres cortas pero intensas representaciones. La complicidad de años me ha obligado, en primera instancia, a mirar atentamente el profesional danzar de la musa santiaguera. Oportunidad habrá para abordar críticamente las otras conmovedoras y convincentes actuaciones.

Maricarmen, por su parte, logró encarnar convincentemente a una mujer sometida, pero de sangre hirviente; con movimientos de ninfa por un bosque de sombras y apena luces. Para su drama danzado la música fue, más que fondo, argumento indispensable al ofrecer la dramaturgia faltante, la provocación dramática, el perfume embriagante para la pasión y la crisis existenciales dibujadas en la tridimensionalidad por su cuerpo esbelto, elástico y vigoroso.

El vestuario y la escenografía, concebidos por ella, no pudieron ser menos. Apenas un sillón de rojos cojines iluminado en un plano medio y, al frente a la derecha, un árbol de pino sintético. Durante toda la escenificación de “Al filo del desagüe”, la danzante Maricarmen apareció apenas vestida con una bata negra transparentada y una braga carmesí que parecía erotizarse en las rutinas de entregas sexuales indeseadas a las que obligan las normas sociales. Después, este minimalista vestuario se amplió con un delantal que, como referente visual de tradicionales roles, se hizo extensión de su pelo, de su ser domesticado.

Durante toda la función, de los que nos habló el rostro dolorido y el grácil cuerpo tensado armónicamente como cuerda de acero, fue del peregrinar de su género, del femenino, enfrentado al mundo hostil y discriminante que cantó Aída Cartagena Portalatín en su poema “Una mujer está sola”. La danzante, indecisa, expectante, inició su insólito danzar reajustando obsesivamente su segunda piel, el ropaje de los convencionalismos, mostrando su inconformidad contra los contranaturales corsés que le impone la sociedad a la mujer para ocultar su corporeidad sexualizada. En este contexto de autorregulación, de represión autómata, con una presencia que lo inundó todo resonó una “Serenata Cubana” tocada por los dedos ciegos de Frank Emilio Flynn. Estremecían aquellos acordes clásicos, rápidos, expresivos, aquellos adornados arpegios gorgojeantes que enmarcaban el ingenuo coqueteo de quien, asintiendo maquinalmente en la espera (del tren, el autobús, la pareja, de Godot o algún sentido de la vida), resignadamente se entregaba al azar.

Los gestos de la danzante lucían entonces rutinarios, hasta que de forma inesperada se detuvieron totalmente. La danzante, entonces, se desplomó sobre el sillón que precariamente adornaba el escenario. Desde la sumisión, desde una posición lastimeramente subordinada, aquella adoradora del movimiento permitió que acontecieran los rituales de un cuerpo tomado por voluntad o sin ella. Lo que devino fue un agónico agitar, la egocéntrica objetualización de la persona. Un silencio duro como piedra pautó el crimen de la libido. El ayuntamiento copulatorio fue propuesto a partir de piernas abiertas en toda su posibilidad, en un imposible ángulo de 180 grados que dejó al descubierto, indefensa, la delicada intimidad.

Tras el metafórico coito, se desató el caos. De manos de la virtuosidad de Flynn, esta vez en la pieza “Rapelle Toi”, autoría del también compositor cubano Ignacio Cervantes, el escenario se llenó todo de una sonoridad convocante de reminiscencias. Las manos ciegas para la luz del concertista, no lo fueron para la memoria; hicieron resonar las teclas blancas y las negras con sus alientos en bemoles y sostenidos pariendo armonías más que disonancias, a partir de las cuales, después del indeseado sexo, la danzante detenida, congelada, rompió la inercia para vestir, también obligada, los demás roles impuestos por la conservadora sociedad de su entorno.

El delantal corporizó los milenios de cultura patriarcal. Modosita en lo aparente, la danzante Maricarmen integró sumisamente a su anatomía aquella extensión infame, hasta que, en simbólico gesto de parir –o mejor, de menstruar– aquella pieza de infortunio dejó fluir en círculos, la rabia contenida. Sin embargo, la simulación filial, familiar, la conformidad, la venció como siempre. Cansada, sometida, nuevamente se dejó caer en el rojo sillón de sus lamentos.

Yació inerte, desesperanzada, sobre un silencio doliente, por unos pocos segundos que se antojaron eternos; hasta reaccionar marcialmente ante la agresión de un irritante timbre que preconizó el advenimiento de los ruidos de la calle, los estertores de una cotidianidad decadente. En la banda sonora, grabada con alevosía, se percibía la prisa maquinal de la época, la absurdidad de la emergente posmodernidad de signos escatológicos cruzados, acentuada magníficamente por los arpegios de la vibrante trompeta asordinada de Louis Armstrong en la pieza de jazz blues titulada “Saint James Infirmary”. Aún vestida de intimidad opresiva, la danzante asistió a un devenir pautado a partir de ajenas voces de deportivas y noticieros televisivos, de intrascendentes diálogos familiares y barriales. Este fue el clímax de su ritual dramático y danzario.

Después de los estertores crepitantes del día a día, devino la calma. Nos percatamos que se avecinaba una última concesión vital. En el extremo derecho del escenario, a modo de simbólica redención, fue tomando importancia el icónico pino. Su lanceolada forma no tenía otra intención que apelar a nuestra sensibilidad expectante, a esa condición humana que, aún en las peores circunstancias, jamás se resiste a la fe y a la utopía. Con la motivación de la celebración de la natividad cristiana, de la navidad, la danzante pareció recuperar algo de aliento, en tanto se abocó a cumplir con el libreto de la manada, con el guion social de temporada. Maricarmen, la danzante, estaba lista para un final que auguraba el reinicio del marcador de los pesares por venir. Sin mayores recursos técnicos, la simple ornamentación de aquel árbol navideño preludió el desenlace de aquella danza, la pausa del del movimiento, la dilución del sonido en el silencio y a la degradación de la iluminación en el negro de un escenario que no precisó la caída del telón.

Confieso que he disfrutado esta coreografía de singular estética, de eclecticismo técnico que tanto nos hace rememorar a François Delsarte y su “gimnasia expresiva”, a Emile Jaques-Dalcroze y su apuesta a cuerpos poseído del espíritu de la música, como a Rudolf Laban y su apuesta a las aceleraciones y los frenos repentinos para signar la tensión o distensión dramática.

Lo cierto es que Maricarmen Rodríguez en este entrañable desahogo se ha valido de todo. Más que bailar –y lo ha hecho estupendamente, pero alejada de las formas clásicas–, ella ha vivido. La frágil mujer enardecida por los sonidos y los silencios pasó a expresar libremente sus necesidades mediante cada parte de su cuerpo. Más allá de las armonías preciosistas usuales, su ser se desarticuló rítmicamente en viscerales reacciones para expresar angustias existenciales reprimidas, en fin, las humanas esperanzas que obstinadamente se diluyen en lo nimio, lo inútil y lo intrascendente.




© Fernando Cabrera