domingo, 21 de julio de 2024

José Parra y sus cenizas, partículas o microcosmos cromáticos

 


Por Fernando Cabrera 

No conocía a José Parra, pintor nacido en Tenares, provincia Hermanas Mirabal, pero de corazón santiaguero, mejor dicho, tamborileño. Tampoco sabía de su prolífica trayectoria. Mi primer contacto con él fue en el contexto del Festival Internacional Arte Vivo, durante la jornada Letras para la primavera, cuando me pidió que le tomara una foto con Monseñor Freddy Bretón. Luego, con una sonrisa franca, me invitó a su taller, su casita azul.  

Obviamente, antes de escribir este breve artículo, he documentado su impronta de colores y formas que se remonta a finales de los años setenta, acercándose al medio siglo de creación artística. De entrada, llama la atención los riesgos, errores y aciertos, presentes en su obra, fruto de una formación que ha prescindido, quizá involuntariamente, de academias, pero no de la historia del arte, cuyo contacto se evidencia en apropiaciones y experimentaciones de una diversidad delirante.

En sus primeras obras, Parra abordó composiciones florales, bodegones, retratos populares y estampas religiosas, a la manera de Yoryi Morel y la Escuela Pictórica de Santiago. Pronto, sin embargo, su arte se orientó hacia la conceptualización geométrica (círculos, rectángulos, cuadrados, óvalos, etc.) y la pincelada plana, a la manera de HIlma af Clint, Wassily Kandinsky, Pablo Picasso y Joan Miró.

En su más reciente exposición seriada titulada «Ave Fénix», que se exhibe del 4 de julio al 21 de septiembre en el Centro de Convenciones y Cultura Dominicana UTESA, su pintura ha evolucionado hacia dimensiones abstractas y conceptuales. Como en versiones anteriores, las obras incluidas en «Ave Fénix V» testimonian el encuentro del pintor con la muerte en el contexto de la pandemia, del virus Covid que mantuvo en vilo al mundo durante dos años.

Ahora, José Parra busca significados trascendentes y espirituales a través del goteo o «dripping» a la manera de Jackson Pollock, y el abandono absoluto de la pincelada lineal, convocando la tropicalidad a borbotones, a partir de una paleta en la que destacan los azules, rojos y amarillos primarios, que pronto degeneran en violetas y marrones puros o matizados de blanco. Las diluciones y abstracciones expuestas se combinan y estallan, tal vez para celebrar la salud y la vida recobradas. Pues, aunque destrozado, o mejor: hecho cenizas, el pintor valora el milagro de la recuperación del aliento vital. Regresa, como Lázaro, con una sensibilidad impregnada de fe y gratitud, con la imperiosa necesidad de plasmar vívidamente su casi postrera experiencia.


Dos aspectos me han sorprendido al contemplar estas pinturas de José Parra: uno, la atomización de sus propuestas, que van desde miniaturas de pocos centímetros, hasta exploraciones tipo mosaico, es decir, de medidas laterales o diámetros de apenas una docena de pulgadas. Sus obras, por esta proximidad al “sketch”, al boceto, podría encontrar resistencia para ser justipreciadas. Los pequeños formatos que propone el artista pueden resultar atractivos para las ventas rápidas, pero levantan sospechas de lasitud o banalidad a ojos de galeristas, curadores y críticos establecidos. 


Y dos, su ingenua pulcritud técnica y temática, su arduas acciones y actitudes creativas, propias de un atelier o taller convencional, le alejan del afamado o infame «estilo contemporáneo». Sin ruborizarse, Parra, parece aceptar que es un vanguardista rezagado, claro deudor de transgresiones que cien años después ya se han convertido en tradición, pues se aferra a la anticuada exploración de materiales y técnicas pictóricas, en definitiva, a prácticas ajenas a los gestos improvisados, caóticos y oportunistas en boga.


Decenas de obras sin títulos realizadas sobre pequeños lienzos, soportes de cartón o papel intervenidos con técnicas mixtas, delinean llamas multicolores, fuegos eternos, alas transparentes de mariposas, agua, maná o magna; en definitiva, cielos e infiernos, en un pandemónium de color sobre color. Parra con frecuencia opta por abandonar voluntariamente la línea, el contorno, dejando que las diluidas pinturas fluyan libremente como en un caleidoscopio, apenas encauzadas por su propio volumen. Esta fecundidad imaginativa parece nacer de la certeza humana del destino inexorable de todo lo viviente, expresada por Rubén Darío en «Lo fatal», uno de sus mejores poemas, y en el que destaca el verso «del espanto seguro de estar mañana muerto». Luce que la agonía provocada por la pandemia despertó su pasión por plasmar la vida.


A José Parra le sobran oficio y tenacidad. Merece la pena ver Ave Fénix, serie expositiva de su madurez, que acaso recoge sus aportaciones más personales y significativas.


domingo, 7 de julio de 2024

Doscientos años de la invención de la fotografía

Izqierda: 1826"Punto de vista desde la ventana de Le Gras", Joseph Niépce. Derecha, 1838, "Boulevard du Temple" Louis Daguerre
 

Por Fernando Cabrera

A los humanos nos gusta registrar nuestra presencia, captar la realidad, la vida, en imágenes imperecederas. No sólo nos interesa la percepción individual de lo que somos y de lo que nos sucede como individuos, también como sociedad e incluso especie. El interés siempre ha sido el mismo, representarnos. Pero, nuestra forma de auto representación cambia según las circunstancias, los contextos culturales, sociales, históricos y científicos. En cada época desarrollamos técnicas novedosas de preservar esas versiones de nosotros, de preservar la memoria.

Durante milenios, el dibujo y la pintura fueron las extensiones predilectas de nuestros ojos, los métodos ideales e indispensables de significación visual. Nuestros antepasados utilizaban trazos naturales y tintes sobre las paredes para marcar aspiraciones espirituales, estéticas y también pragmáticas, como aquellos jeroglíficos destinados a influir, con una especie de magia premonitoria, en el resultado de la caza.  

Nuestros ancestros imaginaban divinidades, y luego, con intuiciones fundaban religiones a través de las cuales aspiraban trascender a su vez, como imágenes justas de los dioses inventados. De ahí, en consecuencia, sólo tuvieron que dar un paso para enamorarse de sí mismos, de su simple reflejo; cual nos cuenta el poeta Ovidio, en el año 43 a. C, en su poema Metamorfosis, en el que el irresistible mozalbete Narciso se encontró a sí mismo en las aguas del río Cefiso.

Pronto serán dos siglos desde la invención de la cámara fotográfica. Poco tiempo, en realidad; pero sí muchas las historias e influencias derivadas de aquella imagen de 1826 conocida como "Punto de vista desde la ventana de Le Gras", tomada por el francés Joseph Nicéphore Niépce. Para esta primigenia fotografía se utilizó un sistema de cámara oscura y una placa recubierta de betún como material fotosensible. Del mismo modo, en 1838, su compatriota Louis Daguerre, tomó la fotografía que muestra a una persona en el Boulevard du Temple. Daguerre utilizó una exposición de unos 10 minutos en la que, además del paisaje, captó el cielo y la figura de un hombre que se había detenido a limpiar sus zapatos.

Lo cierto es que este producto de la inteligencia y la tecnología, de forma impensable puso en la picota el oficio de los artistas visuales tradicionales, obligándoles a evolucionar y, de paso, posibilitó la aparición de dos nuevas artes: la séptima, el cine y, la que me atrevo a vaticinar como octava arte: los videojuegos. En estos juegos electrónicos, a las imágenes en movimiento, sus creadores han añadido el cambio radical de rol de los diletantes, los cuales pasaron de ser simples espectadores a jugadores, es decir, evolucionaron a personajes en interacción y dinámica simultánea en tiempo real con presencia alrededor del mundo.

En efecto, cuando apareció la cámara fotográfica, los artistas miméticos, aquellos que creaban sus imágenes observando y copiando la naturaleza como modelo, sintieron incertidumbre. Les inquietaba el hecho de que la cámara pudiera representar la realidad con mayor fidelidad y de forma casi instantánea. Pensaron que su arte había llegado a su fin, pero nada menos cierto.

El mero hecho de que una herramienta simplificara un proceso en gran medida artesanal, que antes requería mucho tiempo y esfuerzo, se convirtió en un poderoso estímulo para que estos artistas y pintores decimonónicos, y más aún los del siglo XX, interiorizaran sus románticas aspiraciones de libertad emocional y expresiva, y las transformaran en manifestaciones originales, es decir, emprendieran búsquedas personales, visiones inéditas apenas intuidas, las que conformaron las vanguardias disruptivas, los "ismos" desacralizadores, a saber: Impresionismo, Expresionismo, Fauvismo, Futurismo, Dadaísmo, Cubismo, Constructivismo, Ultraísmo, Surrealismo, Suprematismo, etcétera.

Así, de la vocación clásica de de crear fielmente, miméticamente, las formas y los colores, una pléyade de creadores irreverentes evolucionaron, empujados por la cámara fotográfica, hacia planos de connotación, sugerencia, conceptualizaciones y abstracciones; hacia un manejo de la luz a través de pinceladas puntuales, fragmentadas. Sin embargo, la influencia fue también en sentido contrario. Pues, el emergente oficio fotográfico heredó de las artes plásticas tradicionales, a la hora de captar una imagen, el conocimiento acumulado acerca de los elementos fundamentales de la composición artística como son: el trazado, especialmente las líneas de irradiación; los elementos geométricos en los que destaca la perspectiva, la regla de los tercios para crear puntos de atención, la proporción áurea o espiral de Fibonacci, la teoría del color, la textura, etc.

En fin que, después de casi doscientos años, este artilugio mecánico, ahora digital, de representación mimética, en manos y ojos sensibles de oficiantes rebeldes, ya también permite, como las artes visuales tradicionales, perseguir con éxito la aspiración estética de captar el alma de las cosas.