Por Fernando Cabrera
No conocía a José Parra, pintor nacido en Tenares, provincia Hermanas
Mirabal, pero de corazón santiaguero, mejor dicho, tamborileño. Tampoco sabía
de su prolífica trayectoria. Mi primer contacto con él fue en el contexto del Festival
Internacional Arte Vivo, durante la jornada Letras para la primavera,
cuando me pidió que le tomara una foto con Monseñor Freddy Bretón. Luego, con
una sonrisa franca, me invitó a su taller, su casita azul.
Obviamente, antes de escribir este breve artículo, he documentado su
impronta de colores y formas que se remonta a finales de los años setenta,
acercándose al medio siglo de creación artística. De entrada, llama la atención
los riesgos, errores y aciertos, presentes en su obra, fruto de una formación
que ha prescindido, quizá involuntariamente, de academias, pero no de la historia
del arte, cuyo contacto se evidencia en apropiaciones y experimentaciones de
una diversidad delirante.
En sus primeras obras, Parra abordó composiciones florales, bodegones,
retratos populares y estampas religiosas, a la manera de Yoryi Morel y la
Escuela Pictórica de Santiago. Pronto, sin embargo, su arte se orientó hacia la
conceptualización geométrica (círculos, rectángulos, cuadrados, óvalos, etc.) y
la pincelada plana, a la manera de HIlma af Clint, Wassily Kandinsky, Pablo
Picasso y Joan Miró.
En su más reciente exposición seriada titulada «Ave Fénix», que se exhibe del 4 de julio al 21 de septiembre en el Centro de Convenciones y Cultura Dominicana UTESA, su pintura ha evolucionado hacia dimensiones abstractas y conceptuales. Como en versiones anteriores, las obras incluidas en «Ave Fénix V» testimonian el encuentro del pintor con la muerte en el contexto de la pandemia, del virus Covid que mantuvo en vilo al mundo durante dos años.
Ahora, José Parra busca significados trascendentes y espirituales a través del goteo o «dripping» a la manera de Jackson Pollock, y el abandono absoluto de la pincelada lineal, convocando la tropicalidad a borbotones, a partir de una paleta en la que destacan los azules, rojos y amarillos primarios, que pronto degeneran en violetas y marrones puros o matizados de blanco. Las diluciones y abstracciones expuestas se combinan y estallan, tal vez para celebrar la salud y la vida recobradas. Pues, aunque destrozado, o mejor: hecho cenizas, el pintor valora el milagro de la recuperación del aliento vital. Regresa, como Lázaro, con una sensibilidad impregnada de fe y gratitud, con la imperiosa necesidad de plasmar vívidamente su casi postrera experiencia.
Dos aspectos me han sorprendido al contemplar estas pinturas de José Parra: uno, la atomización de sus propuestas, que van desde miniaturas de pocos centímetros, hasta exploraciones tipo mosaico, es decir, de medidas laterales o diámetros de apenas una docena de pulgadas. Sus obras, por esta proximidad al “sketch”, al boceto, podría encontrar resistencia para ser justipreciadas. Los pequeños formatos que propone el artista pueden resultar atractivos para las ventas rápidas, pero levantan sospechas de lasitud o banalidad a ojos de galeristas, curadores y críticos establecidos.
Y dos, su ingenua pulcritud técnica y temática, su arduas acciones y actitudes creativas, propias de un atelier o taller convencional, le alejan del afamado o infame «estilo contemporáneo». Sin ruborizarse, Parra, parece aceptar que es un vanguardista rezagado, claro deudor de transgresiones que cien años después ya se han convertido en tradición, pues se aferra a la anticuada exploración de materiales y técnicas pictóricas, en definitiva, a prácticas ajenas a los gestos improvisados, caóticos y oportunistas en boga.
Decenas de obras sin títulos realizadas sobre pequeños lienzos, soportes de cartón o papel intervenidos con técnicas mixtas, delinean llamas multicolores, fuegos eternos, alas transparentes de mariposas, agua, maná o magna; en definitiva, cielos e infiernos, en un pandemónium de color sobre color. Parra con frecuencia opta por abandonar voluntariamente la línea, el contorno, dejando que las diluidas pinturas fluyan libremente como en un caleidoscopio, apenas encauzadas por su propio volumen. Esta fecundidad imaginativa parece nacer de la certeza humana del destino inexorable de todo lo viviente, expresada por Rubén Darío en «Lo fatal», uno de sus mejores poemas, y en el que destaca el verso «del espanto seguro de estar mañana muerto». Luce que la agonía provocada por la pandemia despertó su pasión por plasmar la vida.
A José Parra le sobran oficio y tenacidad. Merece la pena ver Ave Fénix, serie expositiva de su madurez, que acaso recoge sus aportaciones más personales y significativas.