domingo, 23 de junio de 2013

LAS CLAVES EN EL MAPA AL CORAZÓN DE CARLOS ROBERTO GÓMEZ BERAS

Portada del poemario Mapa al Corazon del Hombre, Carlos Gómez, Isla Negra Editores

Para aquellos apegados a objetividades, nuestra capacidad de accionar y reaccionar ante las circunstancias anida en el cerebro. Aun siendo esto un hecho científico irrefutable, lo cierto es que aún muchos preferimos preservar la hermosa metáfora del corazón como motor de las esencialidades que nos hacen especiales entre los seres vivientes.
 
En realidad, la humanidad siempre ha estado a gusto con las bondades simbólicas insustituibles del corazón. Vale recordar que nuestros ancestros lejanos —y aún los últimos caníbales caribeños— ofrendaban o consumían los corazones de sus guerreros, para contagiarse de sus cualidades extraordinarias. Nos importan las cosas del corazón por el simple hecho de que si éste deja de latir indefectiblemente perece. El cerebro puede sufrir algunas atrofias terribles y seguir funcionando aunque queden inhabilitadas algunas de sus capacidades críticas, pero el corazón jamás puede abandonar, si no para morir, su única función orgánica de bombear sangre oxigenada hasta cada una de nuestras células.
 
Con sobradas justificaciones, el cerebro puede considerarse centro (¡cuánta tentación de decir “ considerarse corazón”) del cuerpo  que lo cobija. Mas, el alma, esa etérea entidad que los versículos de Dios y los versos del hombre nombran, dueña de nuestra aspiración de eternidad, pertenece exclusivamente al corazón. Y es que ese simple órgano, músculo débil ante las tentaciones y las virtudes, se transforma en indomable acero cuando el Ser que lo contiene lo requiere. Basta una amenaza a su integridad, un intento de acorralarlo, para que a fuerzas de acelerar su paso,  inunde de adrenalina el torrente sanguíneo, desatando una furia insospechada y un desinteresado amor que todo lo puede.
 
El mayor tesoro para nosotros es, pues, el corazón; tanto por lo que anatómicamente hace, como por lo que simbólicamente representa. A los tesoros —y esto lo saben Francis  Drake y los demás piratas—, sin importar si son tangibles o inmateriales, hay que cuidarlos. De ahí que deban estar convenientemente camuflados. A más preciados los tesoros, como el corazón, mayores han de ser las salvaguardas contra todo tipo de codicia; más recónditas, herméticas e inextricables, las fortalezas y los códices que los guarden. Enterrarlos siempre será una buena opción, pero también confundirlos entre baratijas puede despistar a ojos intrusos.  La estrategia adecuada (y para determinarla no hay necesidad de recurrir a  Maquiavelo ni a Sun Tzu en sus artes del poder y las guerras) será la que mejor acomode a cada quien, según sea su personalidad discreta u osada, pasiva o agresiva.
 
Carlos Roberto Gómez Beras, es de los últimos; desde su piel de león, apremiado por una salvaje —y a la vez ingenua— valentía,  nos reta a llegar hasta su corazón que, en su poemario “Mapa al corazón del hombre” poesía 2008-2012, ha camuflado tras lo evidente. No sin malicia, en manos conocidas y extrañas, ha depositado las cifras hacia su esencialidad más cara. En bandeja nos ha brindado una guía completa, un cuaderno de bitácoras atiborrado de letras sobreimpresas, subrayadas, en itálicas y con fulguraciones palpitantes de neón. Obvio, trampas hay. No obstante la provocativa transparencia de sus versos breves, coloquiales, del prosaísmo ocasional en su aliento figurado, el autor obliga a un arduo peregrinaje de signos regados en las entrañas de las grandes islas caribeñas de su lengua, a ser superado sólo por los más aptos.

Los que opten aventurarse por su sensibilidad deben evitar, cual me ocurrió inicialmente, la natural tentación de prestar atención únicamente a las manifestaciones de su habla, necesariamente boricua porque en esa tierra del edén su pasión poética tuvo origen. Como veremos adelante, otras raíces hay que cruzan los mares.
 
En cuanto a lo primero, es claro que la pertenencia de este poeta a la tradición literaria puertorriqueña no sólo es inevitable, también imprescindible. Basado en una lectura comparada de este poemario con parte de la producción Letra viva: Antología, 1974-2000 publicada por la Colección Visor de poesía, del excelente poeta puertorriqueño —amigo por demás— José Luis Vegas, me atrevo a sugerir algunas características que Carlos Gómez puede haber heredado de su patria de domicilio: lírica breve, discreta celebración erótica, melodiosa picardía atenta —con posmoderno fervor— a las cotidianidades; numeraciones, definiciones (como eco de una academia vital) y acumulaciones emocionales a flor de piel; asimismo, la reivindicación ocasional de recursos clásicos como la rima;  la valoración poética de objetos, lugares y atmósferas; y un fraseo coloquial (que, en el caso de Gómez, rehúye a la coma). El poeta adiciona un decir políglota (hay varios poemas escrito o traducidos al inglés en esta publicación) común a muchos poetas actuales, incentivado acaso por la dinámica sociopolítica de la isla. Veamos un poema que, entiendo, manifiesta algunas de las características referidas:

A mi patria de dulces costumbres urbanas
A mis sótanos más húmedos
a mis esquinas prohibidas ha llegado una mujer que no conozco.
Su cuerpo es un largo territorio
de donde no regresaron
aedas, ilusionistas y chamanes.
Sus ojos son dos pozos
donde reposan confundidas otras almas.
Tal vez
ella es la pesadilla
que de niño presagió la caída,
el golpe y la cicatriz.
Tal vez
ella es el sueño
que de adolescente anunció el goce,
el licor y los buenos amigos.
Nunca lo sabré
(estas cosas  están vedadas
a los hombres que aman).
Quizás lo sé
y por eso, en vano, he mentido.

(La extranjera, poema  de la primera parte titulada “Las coordenadas del beso”)
 
Tampoco los ojos del lector, al buscar las claves de la poesía de Carlos Gómez, han de posarse  exclusivamente en los trazos de las utopías ideológicas —adornadas incluso con nombres de revolucionarios sonoros— del antiguo sistema socialista aún arraigado en la exótica isla de Juana. No deben dejarse distraer por los atractivos sepias en las paredes de las estampas suspendidas en los años cincuenta; ni obnubilarse con la exuberancia de su barroco universo africano y judeo- cristiano, ni con las armonías de sus trovadores expertos en acomodar sus cuerdas vocales al rasgueo de acústicas guitarras romanceras; tampoco con la irresistible luz que juguetea sobre las broncíneas curvas de sus diosas blancas, negras y mulatas:

PRÓLOGO


Conocí a Yemayá
en un autobús de La Habana.
Ella iba a un encuentro con dios.
Yo, a un diálogo con el infinito.

1

La casa de Yemayá
tiene dos balcones opuestos.
Desde uno ella observa el cuerpo y sus caídas,
desde el otro, las migraciones del espíritu.

2

Yemayá tiene tres jardines.
La niña que domestica los Hexámetros.
El arcoíris que conduce las Leyes.
La cicatriz que deja la Utopía.

3

Yemayá habla el idioma de los ausentes.
Sus “emes” se estiran como gatos imposibles.
Sus “erres” abren surcos en la tierra nocturna.
Sus “eses” se deslizan como húmedas serpientes.

...

11

Yemayá y yo llegamos una tarde
a la cima de La Cabaña.
De un lado se escribía el poema de la ciudad
y del otro se cantaba el océano de la poesía.

EPÍLOGO
 


Conocí a Yemayá
en un autobús de La Habana.
Ella se bajó en el Malecón para subir a Ávila
y yo continué de regreso al olvido.


(Fragmentos de 14 Romances imperfectos contenidos en la tercera parte del poemario titulado “Pequeños cantos de Yemayá”)

También es necesario —aún más, urgente— seguir la trayectoria del sol y los rastros de sal en las olas y en las arenas extremadamente blancas de las playas orientales de Quisqueya (media isla de identidad rumbera y dicharachera fatalmente agraviada por sátrapas y demagogos), en donde el poeta jugueteaba en sus años de infancia. El lector debe hacer esta tarea genealógica para comprender el origen del minucioso plan con el cual fueron concebidos estos poemas, deuda adquirida con la tradición de poetas dominicanos fanáticos de Homero, Whitman y Neruda (“Ay, nosotros, los de entonces, / ya no somos los mismos”, cita nerudiana del poema 2:25 A.M) que aún procuran por separado —a principio de la tercera edad del planeta— escribir la última epopeya; que atesoran horas eternas definiendo, en sus mismos versos, variopintas teorías poéticas, y se regodean en extensas elucubraciones, tanto líricas como épicas, en las que sueñan con organizar el caos material y espiritual del mundo posmoderno. En definitiva, herencia dominicana en Carlos Gómez es su intención de dotar de estructura y aliento sostenido su poemario, palpable incluso en conjuntos de poemas breves como los romances de Yemayá ya citados(vale destacar en estos romances las gratas resonancias de los textos de Yelidá, extraordinario poema extenso del santiaguero Tomás Hernández Franco). A continuación un fragmento de un poema escrito a partir de la nostalgia de su lar natal:

Este poema
pudo haber sido una piedra
lanzada al río.
Sus verso, espuma blanca en el agua verde.
Sus silencios, hojas detenidas bajo una rama.
En la corriente, nosotros y ellas,
éramos peces sin sexo
cubiertos de una sola escama
tostada, desnuda, lúdica.
El pueblo era un gesto
que se abría sin tregua
hacia una primavera infinita
de caballos silvestres que a su paso
olvidaban esmeraldas húmedas y tibias,
de panes que nacían bajo la leña
con un hilo umbilical como niños tiernos,
de vinos domesticados en oscuras botellas
por una mujer mansamente abuela,
de bares donde Serrat era una voz anónima
que unía hombres rústicos y mujeres en celo,
y de dos ríos que se encontraban
en un abrazo milenario
mientras salpicaban sus nombres:
Seibo… Soco… Seibo… Soco…
hasta que la cópula de un embudo
fresco y claro
los hacía uno para siempre…

(Fragmento del poema titulado El río es un poema que nos escribe por dentro…  que inicia la parte VII, y última, que nombra al poemario)
 
En fin, las claves poéticas de Carlos Gómez hay que buscarlas en Puerto Rico, Cuba y República Dominicana, las tres antillas hispánicas. Este poeta, reitero, ha tomado de la primera el lirismo de los diálogos urbanos y cotidianos; de la segunda, la pasión social, marxista a veces, y el sincretismo de creencias; de la última, pero no menos importante, su inclinación al arduo oficio y a los símbolos, al esfuerzo estructurado, a las composiciones de largo aliento. Conocer estas claves, sin embargo, no finiquita el peregrinaje del lector, la búsqueda del camino correcto a las interioridades del poeta.  Aún debe viajar a otras emociones viscerales y recuerdos, visitar de sus manos, ciudades continentales, exóticos bares, habitaciones y atmósferas foráneas; también amar con él mujeres entrañables que signaron de placer y ternura su sensibilidad. 
 
El lector ha de descubrir, más allá de los referentes geográficos, la apropiación que hace el poeta de pensamientos de mayor universalidad, que abren ventanas interiores de raigambre filosófica (cual atestiguan los textos  de la parte nombrada Seis Postcards, enviadas desde ninguna parte y sin destinatario preciso) que invitan a reflexionar acerca de tópicos axiales como el amor, los ideales, el pasar del tiempo y la muerte. De ahí el aire vago, genérico, que los títulos de este acápite desprenden: “Desde lo que rectificamos”, “Desde lo que creemos perdido”, “Desde lo que no existe”, “Desde una frontera que es caricia”, “Desde el paréntesis de los labios”, “Desde lo que nos hace regresar”. Hablamos de poemas que contienen, como caleidoscopios, pedazos de memorias, ristras de una autobiografía emotiva sin fronteras de un poeta que confiesa estar de vuelta en todo. 
 
Es evidente que Carlos Gómez tiene alma de narrador, no por la prosa poética presente en algunos textos incluidos en la sexta parte de su libro, titulada “Glosa, prosa, verso, poesía”, sino por su vocación de ir contextualizando, mediante descripciones secuenciales de hechos y atmósferas, objetos y perfiles de caracteres. No escatima letras para llevar el lector, como en los cuentos, al clímax. También es notoria la condición de editor del poeta, palpable en la bien cuidada factura del volumen y en el acierto de elegir para la portada una excelente fotografía, autoría de Pascal Fallot, de unos fantasmales rieles de tranvía eléctrico que recogen la nostalgia de los poemas, tanto en sus tonalidades grises y azules de la primera piel, como en los ocres pasionales de la piel oculta.
 
En definitiva, conquistando o no todas las claves puestas por el poeta, por muchos motivos, resulta un reto agradable abordar este Mapa al corazón del hombre, toda vez que se lee de un tirón, al ritmo que, en mañanas y atardeceres fríos, impone una humeante tasa de café o chocolate.

©Fernando Cabrera