domingo, 29 de mayo de 2011

La Fiesta del Chivo


HORROR EN TODAS LAS DIMENSIONES

Para cualquier lector dominicano razonablemente ilustrado, las primeras 400 páginas de La fiesta del chivo no presentan significativa novedad de fondo. A muchos, no sin razón, puede parecerle sólo un bien cronometrado y documentado reportaje, o bien una crónica de fin previsible engarzada con notable maestría. Sin embargo, para un público foráneo, para una lectura internacional, los recursos usados en la recreación de atmósferas y sicologías constituirán frutas en sazón, ladrillos imprescindibles de una ficción planteada con eficiencia. Yo no viví la era funesta. Es más, nací varios años después de aquella fiesta de aniquilación necesaria, esto en cierta forma me da distancia generacional, impasibilidad, licencia o desparpajo para leer este libro, pese a los vínculos de idiosincrasia, sin prejuicios y para aventurarme en esta reflexión desarraigada, estrictamente literaria, tal y como lo haría un argentino, un inglés o un peruano, sin premuras ni expectativas de veracidad.


En La fiesta del chivo nos encontramos con dos planos narrativos llanos, miméticos, de sobria exposición, y con otro en el cual reina a sus anchas la ficción vestida de una prosa arrebatadora, liberada de toda mecánica coloquial, afincada en técnicas de monólogo interior, con descripciones de espacios y atmósferas, y de certeras precisiones culturales. Armar estos planos ha supuesto un arduo proceso de asimilar y fundir, sin mayor dispersión, una cantidad enorme de elementos y detalles, lo cual evidencia una férrea disciplina de oficio, manejo excepcional de los recursos narrativos, del lenguaje, y un gusto acentuado por encajar fichas de rompecabezas. Estas tres dimensiones narrativas aportan de forma fragmentaria y alternada detalles de los eventos, mostrando punto de vistas distintos, encontrados, contrapuestos, que recrean entre todos una atractiva dialéctica de acción y reacción que permite al lector una visión totalizadora de la dictadura, desde los avatares en torno al centro mismo del poder, Trujillo, hasta recoger en sus periferias las circunstancias que provocaron su dramática caída.

         
Edwin Espinal, Fernando Cabrera, Mario Vargas Llosa y Carlos Fernandez-Rocha
Gran Teatro del Cibao, mayo de 2000
         De los tres planos alternados, uno, el que surge a partir del segundo capítulo, está dirigido a destacar los rasgos de personalidad del tirano, de su familia (en particular de la excelsa matrona, la españolita;  y del esmirriado y  perverso playboy, Ramfis); también las característica de sumisión irrestricta de sus cortesanos, destacándose particularmente Johnny Abbes como elongación de su alma siniestra, y por otro lado, de personajes presentados como contrapartes potables (civilistas,  bondadosas) del régimen, destacándose entre estos Joaquín Balaguer, Henry Chirino, y en ocasiones (hasta la caída en desgracia narrada en otro plano) el senador Agustín Cabral. Para algunos críticos el abandono de las ideas socialistas de Mario Vargas Llosa, el relego de los utopismos imprácticos de cara al ejercicio del poder y la propia acción proselitista fallida del autor a finales de la década de los ochenta, hacen avistar simpatías y empatías con Joaquín Balaguer, quien no obstante la permanente calificación peyorativa, en diminutivos, parece trascender, agigantarse y adueñarse del desenlace del conflicto, hasta proclamarse heredero natural de la tiranía. También en este plano se plantean las condiciones que posibilitaron el establecimiento y caída del régimen, así como los hechos relevantes del período, partiendo de la intervención  militar norteamericana del 1916, la matanza de haitianos, la feria de la confraternidad del mundo libre, el atentado contra Rómulo Betancourt, hasta la terrible mecánica de intimidación, persecución y asesinatos ejecutadas por los esbirros por más de tres décadas.
Los otros dos planos expositivos referidos aparecen como crónicas de seres frustrados, victimados mediante todas las formas conocidas de vejámenes, saturados de repugnancia por las tropelías inducidas por atroces pruebas de lealtad, desesperados por los crímenes de familiares e inocentes, asqueados por la anulación de la capacidad de elección, por las violaciones y por el escarnio antojadizo. Ambos planos se contraen y expanden en dinámica sucesiva de presente y pasado para desencadenar dramáticamente en el doble ajusticiamiento del chivo. Vargas Llosa presenta la acción de anulación de la figura del sátrapa tanto en la realidad histórica, y también, de forma sutil  pero no menos impactante, en sus valores viriles.
En el plano de los conspiradores se percibe la necesidad de establecer el expediente de rencor de cada protagonista. Si bien, como hombres de carne y hueso, el deseo de acabar con la tiranía no emerge de ideales sino de circunstancias muy personales, la decisión tomada convierte a los ajusticiadores en paradigmas. Para Vargas Llosa, mostrar la imperfección humana no empobrece a los héroes sino que los enaltece. Aquí se recrean los motivos y circunstancias que llevaron a la eliminación física del tirano. Se observa la transformación de los conjurados desde el servilismo y la complicidad, hasta romper la fascinación nacida del terror, y concebir el plan para matar a Trujillo a partir de sus hábitos invariables de andar solo y prácticamente desalmado, en la confianza (esta vez, venturosa) de su narcisismo exacerbado, de su infalibilidad mesiánica.
El plano más crítico, y que constituye la visión del presente desde la perspectiva de Urania Cabral, fluctúa sobre un rico simbolismo que se constituye testimonio vivo del horror. El desahogo en primera persona de Urania fácilmente encuentra eco en el lector tornándose exorcismo de los íncubos, de los demonios, de toda una generación. Recoge el drama de muchas mujeres anodinas, subordinadas a la celebración de la libido exagerada del dictador, en violaciones realizadas muchas veces con la plena complicidad de sus seres queridos; en este caso, de su padre caído inexplicablemente en desgracia mediante una carta publicada en el Foro Público, sección periodística en la cual se recriminaba enfermizamente, y siempre con consecuencias terribles, a toda la sociedad inclusos a funcionarios y personeros incondicionales de la tiranía.
La inmolación a la que Urania fue obligada, pese a la violencia de que fue objeto, resultó fallida, deviniendo lo que pudo ser placer para el agresor, Trujillo, en guillotina implacable al constituirse en una suerte de castración simbólica. De forma premonitoria e involuntaria la inocencia ejecutó al tirano con el arma de rigor tan efectivamente usada por tres décadas: la frustración nacida de la impotencia. En capítulos alternados, Urania morirá por treinta y cinco años de ostracismo voluntario, rumiando el pasado en procura de entender, claro, sin resultados, los hilos que se entretejieron en su personal tragedia, desenhebrando como traumatizante no únicamente el violento abordamiento sexual, sino el marco de agresión posterior del macho humillado que la obligó al exilio. Al retornar forastera esta mujer respira el ruido, la basura, la bullanguería tropical, el caos del urbanismo reciente, descubriendo con horror y asombro que muchos estigmas del pasado aún perviven honrosamente inalterados y que muchos cortesanos afortunados apuestan desde el poder a la impunidad del silencio y el olvido. No obstante la presentación narrativa temprano del ajusticiamiento de Trujillo (en el capítulo XII en el plano de los ajusticiadores y en el XVIII de los cortesanos) la novela mantiene un nivel de expectación ascendente, mantiene en vilo al lector; la narración desde la referencia histórica se diversifica y enriquece hasta cubrir los eventos posteriores al 30 de mayo, los asesinatos de casi todos los conjurados, el maquiavélico desmantelamiento de los reductos de la tiranía y la ejecución simbólica del chivo en el capítulo XXIV, el último de la novela (nótese la simétrica diferencia de 6 capítulos entre cada pasaje de "ajusticiamiento"), como conjuro de una víctima que sólo admite su propia redención a través de la ingenuidad de su pequeña sobrina.
Ciertamente, con Urania se aprehende la situación de la mujer en la sociedad machista, su circunstancial vulnerabilidad e incapacidad para defenderse, constituyendo excepción las hermanas Mirabal que pagaron con sus vidas su marcada oposición al régimen. Sobre este importante simbolismo hay, sin embargo, otra lectura del rol del personaje en la trama. Por muchas razones, principalmente por la mirada foránea asombrada latente, se percibe gran  compromiso e identificación de Mario Vargas Llosa con el personaje, toda vez que luce una suerte de médium a través del cual fluyen las experiencias reales del autor y sus propias impresiones alimentadas por tantos viajes, afectos y desafectos cultivados en República Dominicana desde finales de los años setenta.  En ese contexto, Urania luce ventana ideal para el autor fijar su  opinión, para sentirse visceralmente involucrado en esta trama que, no obstante lo universal, resulta ajena a su realidad de origen, la peruana.
Llama a la atención el que la poesía aparezca en la novela como elemento recurrente (claro, este referente pintoresco que quizás encontró justificación en la necesidad de mistificación y mitificación de la tiranía, de su ideología), así no asombra constatar que tanto la prestante primera dama como las viejas trasnochadoras gustaban de buenos poetas como Amado Nervo y Rubén Darío;  asimismo que Henry Chirino, la inmundicia viviente, era según sus propias palabras, un poeta maldito; igualmente, el ilustre cortesano Joaquín Balaguer, aparece catalogado como diligente poeta (esto independientemente de una ponderación objetiva de su quehacer literario real); incluso en Trujillo (no obstante éste renegar de los intelectuales por consideraros el último peldaño en la escala social, aún después de los curas, por su inclinación a la traición) se aprecia una humanidad sensible incluso a la poesía, como cuando en su estrategia seductora recita a Urania "Me gustas cuando callas, porque estás como ausente", versos de Los veinte poemas de amor de Pablo Neruda, comunista confeso y por ende enemigo natural de la tiranía. Esta ficción, gazapo o paradoja, de acuerdo al gusto del evaluador, según Vargas Llosa encuentra explicación en la notoria popularidad de las obras románticas de Neruda, capaces de sensibilizar tanto al aristócrata más rancio, al déspota poco ilustrado, al intelectual, y también a los adolescentes de todas las clases y sistemas sociales.
La fiesta del chivo termina por donde empieza, en el mismo plano de memoria, cual si quisiese agotarse infinitamente en sus parámetros temáticos de poder y pasión, cuando acaso representa, para gran parte de la sociedad dominicana, la posibilidad de avistar en las nuevas generaciones, igual que Urania, la inocencia y la fe perdida.


(Publicado originalmente el 20 de mayo de 2000, Suplemento Cultural Periódico El Caribe)