domingo, 29 de mayo de 2011

Memoria Tremens, de Marcio V. Maggiolo

Fernando Cabrera y Marcio Veloz Maggiolo

TESIS Y ANTÍTESIS DEL DELIRIO

Para Jorge Luis Borges recordar era un verbo sagrado al cual tuvo derecho un solo hombre, Irineo Funes, y ese hombre había muerto; en esta ocasión, sin embargo, nos encontramos en Memoria Tremens[i], novela de Marcio Veloz Maggiolo, quizás ante la reencarnación de Funes en el enajenado personaje principal, Matildo, hombre de fuerzas menguadas, casi inmóvil (“eterno prisionero”, diría Borges) por una alegada ceguera, que se afana esta vez, consciente de que el tiempo lo borra todo, en dejar todo escrito para que una vez cumplida su misión de vencer el olvido descansar, sin molestas reencarnaciones, para siempre.
Las memorias que asaltan a Matildo son de naturaleza distinta a las del minucioso inventario de detalles de Funes; las suyas están plagadas de hiperbólicas y paradójicas  emociones: “la memoria florece solo cuando el alma se tranquiliza y la agonía se hace materia prima” (p. 61)

     Curioseando en la contraportada

A este punto, en una acción inusual (hasta innecesaria) para una apreciación crítica, me dejaré seducir por el anzuelo dejado por los editores del prestigioso sello Alfaguara en la contraportada de la primera publicación de esta extraordinaria obra, quienes, acaso en procura de empatías instantáneas con los lectores posibles, han apostado a transparentar el barroco universo contenido en el argumento, al develar acaso el misterio más preciado: “Eusabia tomará el control de la trama  y a través de ella se sabrá que Matildo no es un anciano ciego, sino un adicto a la cocaína, de poco más de cuarenta años, que en medio del mundo delirante que habita no es consciente de la inminente amputación de una de sus piernas…”. Este breve párrafo luce una suerte de harakiri (cual sería en los relatos de suspenso, tipo Agatha Christie, establecer en las líneas introductorias que el mayordomo es el asesino y el móvil del crimen la codicia por un testamento que a última hora lo beneficia), mas también constituye provocación puesto que deviene en simplificación del fabuloso entresijos de experiencias reales e imaginarias, propias y prestadas, que en frenético devenir de generaciones, ha perfilado el autor desde antes de empezar a narrar, apoyándose en una oportuna cita de pórtico autoría de Honoré de Balzac: “Existen en nosotros varias memorias. El cuerpo y el espíritu tienen cada uno la suya”.
La trama aún ciertamente planteada como delirio sicodélico por el autor (cual se aprecia en las afirmaciones de Eusapia, amada responsable de eternizar su recuerdo,  se trata de “una especie de delirium tremens” (pág. 120) que lo asalta y saca del mundo por momentos en los que delira con su  propio pasado y el de otros), en contraportada deviene en sofisma mercadológico, seguro legítimo, para picar la curiosidad de diletantes que gustan de historias lineales y transparentes, toda vez que a pocas páginas la atención del lector, a golpe de pura magia de lenguaje, se ve catapultada, con magistral destreza, desde la ingenuidad nostálgica a un asombro existencial tan entrañable como inevitable.  En todo caso, más que resultantes de la ofuscación de un cerebro carcomido, o mejor en argot de calle: “frito” por fármacos (premisa perfilada tangencialmente en los capítulos finales), las memorias contenidas no son otra cosa que biografías de seres auténticos — como bien reza en la advertencia de entrada en la cual Maggiolo declara que ha registrado como hijos  legítimos a cada personaje en la Oficina Nacional de Derechos de Autor—,  que en conjunto definen el retrato de un criollo “nosotros”. 
Entrando en materia, tras las brisas oriundas de mirar la estrategia editorial, ahora me permitiré, a ojo y gusto de buen cubero, dos afirmaciones temerarias: primero, que se trata de una obra axial tanto para Maggiolo, por ser ésta acaso su mejor novela, como para nuestra novelística nacional, toda vez que a través de las divagaciones de sus personajes se desarrolla una singular tesis étnica, esto es, se configura una visión holística de los componentes raciales de la dominicanidad; y segundo, que desde los estancos fundacionales del realismo mágico o maravilloso[ii], estilo narrativo que ha caracterizado por más de cinco década la novelística latinoamericana, el autor desarrolla una antítesis o crítica consciente a la ya dilatada presencia de este importante movimiento literario.

Connotación étnica en la novela

Esta obra es, especialmente en su separata primera, el más ameno, y quizás completo, recuento que estudioso alguno pudiese hacer sobre la mitología en que se asienta nuestra cultura. Dada la coherencia y elaboración de las visiones recogidas, así como el detallado y minucioso ejercicio de armonización, sobre viscerales y ancestrales prejuicios, de matices multirraciales a través de una espiral de siglos, resulta obvio que estamos ante una suerte de epopeya de nuestro origen, de un deambular, en flashbacks narrativos, desde los albores de la colonización y las olas de nuevos inmigrantes, hasta tocar, casi al calor de los vítores de las segunda república, las piedras fundacionales de un barrio capitalino, adentrándose de ahí a perfilar la totalidad del ser nacional.  
De tal complejidad el verosímil cosmos de ficción que contienen esos delirios que su síntesis solo podía ser realizada gracias al conocimiento y oficio permanente de un escritor en el cenit de su producción, como Maggiolo, mixtura de demiurgo travieso, sociólogo, historiador, folclorista y gozoso antropólogo, de tópicos obsesionados y reincidentes, cual se constata a seguidas: “porque nada de lo que se hacía antes en torno a la que se llama Filomena Loubana se hacía antes. La fama oculta y la imagen de Santa Marta crecieron en Villa Francisca, nuestro barrio, casi sin que nadie se diese cuenta.  Se dice que bastaron solo unos milagros de los cuales, asumo yo, el primero sería la muerte de Abdulah” (pág. 56), y también cuando refiere: “Los linderos del reparto o ensanche terminaban en el viejo pueblo de San Carlos, fundado por isleños de Canarias. Allá florecieron las fiestas de la Virgen de la Candelaria, y la de Regla predijo el incendio que terminó con el caserío en 1903.” (Pág. 82)
 La tesis de una memoria étnica explicativa de nuestro extraordinario mulataje y mestizaje, de una conciencia racial dinámica de la dominicanidad, se encuentra difuminada a través de los cinco capítulos de la novela; la misma toma cuerpo en función de que todo el argumento revaloriza desde la ficción, las influencias culturales y raciales africanas[iii] en toda nuestra dinámica social, colocándolas a la par —y en ocasiones por encima—de los usuales referentes hispánicos, enfatizando el singular proceso de integración sincrética de su santería con los usos y credos tanto de Europa como de Oriente Medio y, en menor escala, con los valores heredados de la población indígena insular; ejemplifica lo dicho el hecho de que todas las memorias narradas convergen en torno a Filomena Loubana, o Santa Marta la Dominadora, en una atmósfera en la cual deviene cotidiano el misterio en tanto pululan con desparpajo todos los elementos de la religiosidad afro-Caribe: “Los luás son dioses africanos vestidos con las ropas de los santos católicos. Si usted ve un tipo raro, con faldón, corona de santo, pintura por todas partes, manto antiguo, y lo acompaña un encantador olor a incienso, y si la imagen desaparece ante sus propios ojos, diga que ha visto un luá. Ahora los hay blancos y mulatos, pero antes fueron prietos. Se pueden encontrar como espíritus nocturnos que esperan ser llamados y que deambulan de noche cerca de las iglesias y de día en los mercados y tiendas de las avenidas y supermercados grandes.  Asesoran desde el más allá a los vendedores de medicinas naturales en los ventorros, en donde tiendas de botánica, oraciones, imágenes, velas, libros místicos y ensalmos proyectan su saber sobre los humanos. Lo que pasa con los elementales y luás es que muchos ignaros creen que son figuras de aspecto místico, pero son tan sencillas, viles, gozadores y complejas como nosotros…” (pág. 91)
Trasciende en Maggiolo una vocación cosmogónica, vasta, al proponerse construir desde lo particular, desde una biografía (en ocasiones, con tintes autobiográficos), tanto concreta como delirante, desde el devenir de una barriada mínima, Villa Francisca[iv] —salvada por afectos y lealtades de origen demostrados sobradamente al constituir materia prima por excelencia que, en estrategia de transtextualidad[v], permea todas sus novelas[vi]—, la historia emocional de nuestra media isla. Así, ciertamente, a partir de pocos personajes (apenas rondan la docena) perfilados en sus sicologías con precisión cirujana, con astucia de fábula, propicia, aún con los trazos inmateriales y etéreos del recuerdo enajenado, un entrañable retrato de quiénes y cómo somos.

Reformulación del método de las maravillas

La antítesis referida se sustenta en tanto la novela Memoria Tremens establece un hito fundamental dentro del contexto de la narrativa asentada en el realismo mágico[vii],  toda vez que, medio siglo después del advenimiento de esta corriente netamente Latinoamericana, su prosa altamente poética tiene fuerza para reverdecer el gusto en viejos diletantes y también para captar lectores nuevos, por su apego ortodoxo a recursos expresivos que hacen trascender  la realidad de su propio contexto ordinario hasta el mito, como para proactivamente, desde la escritura creativa fabulosa, recapitular sobre la validez de permanencia de este estilo narrativo en un contexto posmoderno en el cual las opciones hiperrealistas —de la realidad monda y lironda, desgarrada tal cual habitualmente es— campean por sus fueros. 
Reitero, la novela de forma evidente apela a los estancos fundacionales y fundamentales del realismo mágico. De hecho, como lo avizoró tempranamente, en 1949, Alejo Carpentier en El reino de este mundo y Gabriel García Márquez en las sagas de cuentos y narraciones cortas escritas entre como 1950 y 1962, principalmente Ojo de Perro Azul, La hojarasca, La mala hora, Los Funerales de Mama Grande y, finalmente, en su paradigmática novela Cien años de soledad, Maggiolo también se percató de que solo siendo fidedignos al perfume de misterios y espejismos que pululan doquiera como verdolaga podían plasmarse las agridulces paradojas y contrastes, que van de lo sublime a lo ridículo, de individuos y pueblos entre trópicos anclados; puesto que no hay realidad concreta en estos predios que no roce íntimamente lo quimérico, a sabidas cuentas de que obnubilan, erosionando cualquier asomo de indiferencia, las estridencias de un sol siempre frontal  y un salitre y murmullos de mar cual canto de sirenas.
 Maggiolo, en plena conciencia de lo anterior, logra borrar la línea divisoria entre lo real y lo imaginario a base de pura destreza poética (verbigracia, estos fragmentos: “Luego que vienen los años puede que toda sombra se convierta en mujer y muy posiblemente toda mujer se transforme en una sombra larga como la que aman los poetas/…./“Perdona, Eusapia, esta manera mía de hablar, porque en la época  de los llamados postumistas, encabezados por Domingo Moreno Jimenes, yo participaba en las tenidas poéticas, y escribía versos de amor al pie de los campos llenos de bledo y de solares donde pastaban pollinos.” (Pág. 16). El autor asentado en la riqueza del lenguaje figurado, desbordado y desbordante muchas veces, nos involucra en un juego de perspectivas en el cual los hechos habituales se presentan con el asombro de lo inesperado, de lo mágico (el descubrimiento del hielo, por ejemplo, produce enorme perplejidad), mientras que los eventos fantásticos aparecen sin el menor atisbo de extrañeza, verbigracia la concepción humana dualista, bipolar, constituida por el cuerpo y el alma —dice Matildo: “Tenemos la memoria del cuerpo y la del alma. Son dos memorias básicas” (Pág. 79)—, esencial binomio en dinámica de rituales de encarnaciones y exorcismos de divinidades a través de criollos médiums, referidos a cada paso, o mejor, a cada párrafo; asimismo rutinarias las intervenciones de demonios en referencias que tocan incluso los umbrales del descubrimiento y la evangelización del mundo nuevo, cual se aprecia en el texto siguiente: “Era un espíritu atascado en el tiempo, un violador de cacicas, hasta que un buen día, caminando por los montes de Jónico, cerca de la cordillera Central, donde tenía un conuco sembrado de cebollas albarranas y coles, el padre Fray Bartolomé de las Casas se lo encontró y, debido a quejas de los propios indios, lo exorcizó convenciéndole de que no estaba vivo, de que era un alma que perdía su tiempo en goce terrenales que no lo llevarían a las plantas del Señor.  ¡No te das cuenta que no eyaculas!, le dijo.  El espíritu Guamorete se alejo convencido de que toda su sexualidad, como es la mía, era imaginaria.” (Pág. 27)
La crítica al método escritural real-maravilloso implícita en esta obra fluye, como debe ser, discretamente en lo narrado, a la manera de la realizada por Miguel Cervantes Saavedra en El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha a las novelas de caballería. Esto así porque Maggiolo, desde el corazón mismo de  realidades mágicas, en los últimos capítulos abdica de las formulas y soluciones escriturales fabulosas en aras de adecuaciones y verosimilitudes expresivas acordes con los usos contemporáneos, de marcada lógica cientificista. A partir de unos pocos trazos en letras itálicas, el autor con razones objetivas, médicas, procura disipar la magia —cual acontece con los gigantes que una vez enfrentados por Don Quijote, después del trancazo por el girar de astas y la posterior caída al suelo del insigne orate, retornan a su simple forma de molino—, explicando los avatares extraordinarios a partir del hormigueo de una pierna gangrenada y los efectos disgregantes de un vulgar narcótico: “—Creo que la pierna deberá ser amputada. La enfermedad lo ha llenado de miedos. Un hombre con apenas cuarenta y dos años al que la cocaína ha llenado de imágenes.  ¿Le parece absurdo?” (Pág. 160)
Obviamente este cambio de tono y ritmo de un florido y emotivo discurso a otro parco e inexpresivo, provoca asombro, sorprende; tiene un efecto desacralizante para el lector ensoñado, que al recuperar de golpe la autonomía, se percata de que ha estado sujeto con alevosía a  espejismos por los lazos mágicos del lenguaje, y no por la contundencia de una realidad fantástica. A propósito, he aquí la confesión del autor en boca de Matildo, el cual en ocasiones fluye como su alter ego: “Querida Eusapia, los novelistas y escritores que inventan eso que llaman mundos imaginarios han venido a contaminar la realidad. Yo ahora la narro, y cuando la escribas, si es que me complaces, la gente dirá que son invenciones de escritor [delirios de cocainómano, añado], de novelista, porque lo que realmente narro, y de algún modo lo comprobaras, es tan igual a lo que ellos inventan que en verdad la diferencia no es tanta, sólo que cuando lo hacen, afectan con su imaginación la realidad que hemos vivido, y entonces nadie osa creernos. Ni siquiera se piensa que alguno de los que aparecen en las páginas de un libro pudiera ser real” (Pág. 69)
Toda vez que el cambio de táctica discursiva de lo fantástico a lo concreto acontece después de 133 páginas, reitero, de un barroco soliloquio de reiteración esotérica, espiritualista, panteísta (en fin, después de un personalísimo testimonio en primera persona de un barrio signado por Santa Marta la Dominadora, encarnada en la abuela de Filoma, la irresistible niña serpiente portadora del amor y las memorias, después de absorbentes y contagiantes estremecimientos por los portentos de brujos, magos, luases, deidades mayores y menores del vudú), a Maggiolo, en los relativamente breves acápites de cierre, le resulta contraproducente introducir el énfasis materialista, de ahí que estas partes también se construyan sobre el difuso entramado de una realidad absurda. Así, para mantener coherencia discursiva el autor, en tanto introduce flashbacks complementarios para remedar entuertos,  lleve los artificios real-maravillosos al extremo, recurriendo a las vicisitudes del segundo padre de Matildo, Obdulio Pérez, apodado Tagore, puesto a levitar, en acto de circo, indefinidamente sobre el barrio: “No debes preocuparte mucho –le dijo Abdulah-, así vivió nuestro profeta Mahoma durante el tiempo que sucedió a su muerte.” (Pág. 132).  
Vale destacar que el milagro de la levitación —que en Cien años de soledad aparece de forma discontinua, incluso tímida, en curas que flotan y en Remedios, la bella, que asciende en el cielo hasta perderse—, se convierte en los capítulos finales en reto extendido para mantener una dualidad de planos coherente, verosímil; las dificultades de tal empresa incluso aparecen en el texto de forma explícita, en boca del munícipe Gamarra, fundador en la ficción (en la realidad fue Juan Alejandro Ibarra) de Villa Francisca: “Con tu padre flotando allí los trabajos serán difíciles [referíase a la remodelación de la plaza central del barrio, pero que yo extrapolo al ejercicio narrativo]. Tienes que entenderlo. Sé que es como un ángel, sólo los ángeles flotan” (Pág. 155) Al final seduce la naturalidad con que el autor plantea la cotidianidad de los misterios: “En esa sesión del Cabildo de la capital, fechado cuatro de junio, damos permiso al señor Gamarra para que se disponga a mover y trasladar a un lugar menos inoportuno a Obdulio Pérez, de apodo Tagore. Se insta a los bomberos de la ciudad de Santo Domingo para que proporcionen las escaleras o escalinatas que sean de lugar, a fin de que se lleven a cabo los trabajos de movilización del susodicho.” (Pág. 155). Justo es señalar que cualquier parecido con las rudimentarias notas de prensas de nuestros organismos gubernamentales no es pura coincidencia…

Importancia de contar con una estrategia para nombrar los personajes

Una constante en la literatura dominicana es la escasa relevancia dada por los escritores a predeterminar conscientemente los nombres de los personajes de un cuento o novela, cuando estos pueden constituir elementos fundamentales para delinear características de personalidad, temperamento, contextualización epocal e incluso de simbolización para enriquecer la trama. Si no son nombres aleatorios, en ocasiones inconcebibles para nuestro entorno, tal vez tomados del santoral incluido en el almanaque Bristol, usualmente nos encontramos con nombres asociados a la ruralidad (probablemente como consecuencia de lo abundante de esta temática) pero muchas veces en tonos marginales y risibles que despiertan naturales recelos en el lector sobre las  potencialidades cualitativas de los textos. 
Experiencia distinta, sin embargo, la que nos ocupa, puesto que Maggiolo ha procurado filtrar en nombre y apellidos referentes importantes, tanto así que con solo su significado o  huella genealógica disponemos de una vía de aproximación suficiente para la interpretación de muchas claves de la obra: así tenemos, por ejemplo, que Gabinda, primer desdoblamiento de la amada memoriosa, puede referirse a sectas animistas-cristianas originaria de Gabinda o Cabinda en Angola, en donde se destaca la figura de hijo o hija de un santo, lo cual importa dado el parentesco de este personaje con su abuela médium Marta; tenemos también a Eusapia, segundo desdoblamiento, que refiere de forma directa a Eusapia Palladino, nombre publico de la italiana Raphael Delgaiz (1854 – 1918), primera médium espiritualista sometida a investigaciones científica a principios del siglo XX; del nombre Filoma, tercer y más frecuente apelativo, más que su acepción floral que alimenta la atmosfera entrañablemente poética de la novela (“perfumas, luego existes” pág. 44), nos interesa su vinculación al mapa de los genes humanos, en tanto que en su vientre, por sus raíces africanas, anidan parte de los elementos definitorios del ethos nacional; más aún, Filoma resulta relevante en tanto derivación apocopada obvia de Filomena Loubana, como también se conoce Santa Martha la Dominadora, toda vez que ella, con su habilidad de contorsionar su cuerpo como culebra, está predestinada a encarnar esta deidad del vudú, después de su abuela.
Por otro lado tenemos el nombre Abdulah (variante de Abdullah) cuyo significado en árabe es sirviente de Allah, apropiado para un personaje con poderes de hacer levitar personas al modo de lo acontecido con el profeta Mahoma. Igualmente tenemos a Obdulio, que significa el que suaviza la pena, para un personaje circunstancialmente renombrado como Tagore en referencia a Rabindranath Tagore, filosofo, poeta y músico bengalí convertido al hinduismo; ambas acepciones ligadas en la novela a elementos de calma y ensoñación, ideales para alguien con capacidad de colocarse por encima de las circunstancias del mundo. Los nombres Matilda y Matildo de entrada plantean una asepsia genérica que sirve para establecer el vinculo progenitora-hijo; por un lado tenemos a Matilda, cuyo significado es persona que lucha con fuerza, que funciona perfectamente para la madre puesto que fue embarazada y abandonada por Abdulah el cirquero, y ha debido tomar decisiones radicales para la crianza del protagonista (la orfandad sufrida por éste le hará relacionarse con su segundo padre en forma capital para el desenlace de la trama); y por otro lado, Matildo, referido como rey de los ejércitos, aplica rigurosamente al rol de personaje central de las memorias.
Un patronímico interesante es el de Vicente Fournier, antagonista de Matildo,  homónimo de la enfermedad poco común y potencialmente letal descrita (inicialmente por Baurienne en 1764 y posteriormente por A. L. Fournier en 1883) como un proceso gangrenoso de causa desconocida; desde esta perspectiva el personaje constituido en antagonista en las memorias o delirios, en competidor por el amor de Filoma, encuentra su razón de ser al alegorizar una innegable causa de separación definitiva de la amada en tanto supone, más que las acciones negativas de una persona, amenaza inminente de muerte. Otro nombre con vocación significativa amplia es el de Teotonio Santos, profeta de cachonda sabiduría popular, autor de la única biblia barrial existente, citado constantemente por Matildo cada vez que precisa de un proverbial (y esto tomado literalmente) pie de amigo; obviamente este apelativo recupera con humor profano la figura de San Teotonio, primer santo canonizado de Portugal, fundador en el año 1131 en Coímbra, de la Orden de los Canónigos Regulares de la Santa Cruz, dedicada especialmente a la liturgia solemne y al anuncio o la enseñanza del santo Evangelio; este santo, igual que el personaje con evangelio apócrifo, se propuso convertir su monasterio en escuela de santidad y al mismo tiempo en faro luminoso de la ciencia sagrada. Tenemos a Mimina, homónimo de mínima, médium de referencias doctrinales pero con apariciones y peso específico limitado; y, finalmente,  Batanga, nombre propicio para cualquier médico brujo, es el apelativo utilizado para identificar en el plano delirante, al doctor Poso, responsable por la extirpación de la pierna gangrenada.
En Definitiva, Memoria Tremens, no obstante el sabor rabiosamente criollo y localista, ha sido concebido a partir de la puesta al día con las técnicas referenciales y estrategias narrativas en el contexto latinoamericano, no como imposición, sino como resultado de la propia depuración estilística de nuestro más importante escritor. La intachable factura, oportunidad temática y fluidez de esta novela nos hace intuir éxito en el mercado internacional del libro, e incluso, por sus sobrados méritos y atractivos argumentales, posibles provocaciones para ser llevada al cine; también y sobre todo tiene asegurada la referencia entrañable de lectores atentos y de críticos, en fin, de todos los amantes de las buenas historias.


[i] Memoria Tremens. Marcio Veloz Maggiolo, Ilustración de cubierta: Natalie Ramírez. Editora Alfaguara, República Dominicana. Julio de 2009, 212 páginas.
[ii]  A partir del 1940, ante el cansancio de la novela realista, junto a las realidades inmediatas, irrumpen la imaginación, lo fantástico. Pronto se hablará de realismo mágico (expresión atribuida al escritor italiano Massimo Bontempelli en 1938)  o de lo real maravilloso, denominación referida a Alejo Carpentier. Según estudiosos del realismo mágico éste persigue ofrecer un retrato total de la realidad, ya que, a juicio de los novelistas que lo cultivaron, el mundo  va mucho más allá de lo que puede ser percibido por los sentidos. Un narrador mágico realista, apuntan los críticos, crea la ilusión de "irrealidad", para ello cuenta los hechos más triviales como si fueran excepcionales; y los excepcionales, como si fueran ordinarias.  Sin embargo, refieren, la literatura del realismo mágico no es una literatura fantástica, ya que en la base de todas estas obras está el mundo real y reconocible; a partir de este momento, realidad y fantasía se presentarán íntimamente enlazadas en la novela: unas veces, por la presencia de lo mítico, de lo legendario, de lo mágico; otras, por el tratamiento alegórico o poético de la acción, de los personajes o de los ambientes.
En la década del sesenta se consolida, sobre los estancos del realismo mágico, el denominado «boom» de la novela hispanoamericana, con la publicación de las obras La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato, El astillero de Juan Carlos Onetti, El siglo de las luces de Alejo Carpentier, La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, Rayuela de Cortázar, Paradiso de Lezama Lima, entre otras.
[iii] En consonancia con lo expuesto por Guido Despradel en su ensayo de 1938 titulado “Las raíces de nuestro espíritu”, también con Carlos Larrazal Blanco en su obra “Los negros y la esclavitud en Santo Domingo” (1966), Franklin Franco en “Los negros, los mulatos y la nación dominicana” (1979), Carlos Esteban Deive en su obra “La esclavitud del negro en Santo Domingo” (1980), y particularmente con los investigadores folclóricos, antropológicos, históricos y sociológicos que, teniendo como referencia tanto el Primer Seminario sobre la presencia de África en Santo Domingo y las Antillas, celebrado en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, en 1973, como las experiencias de los emigrantes dominicanos a Estados Unidos, a partir de 1962, han ahondado en aspectos relacionados con la identidad dominicana. (Fuente, artículo “Una identidad cambiante”, Frank Moya Pons, Diario Libre, sábado 26 de septiembre de 2009, págs. 12-13)
[iv] El autor ha hecho de esta barriada una suerte macondo urbano, refiere que “lleva el nombre de la hacienda que Manuel de Jesús Galván comprara en los finales del siglo XIX, adoptado como un homenaje a su esposa Francisca Velásquez. Desde muy temprano, al comprar estas tierras, el munícipe Juan Alejandro Ibarra inauguraría uno de los repartos con venta de solares a plazo, tal y como acontecería con La Caleta y las Villas Agrícolas, otros dos lugares con estas características.” Maggiolo, Marcio Veloz, artículo titulado “Villa Francisca renovada”, Listín Diario, 8 de julio de 2008.
[v] Referida como trascendencia de un texto respecto a otro texto o textos (del mismo autor o de otros), que puede ser clasificada en cinco tipos: intertextualidad, paratextualidad, metatextualidad, hipertextualidad y architextualidad. Este término fue Gérard Genette en 1982, en Palimpsestes. La littérature au second degré. Paris: Seuil; posteriormente Christopher Balme y Wolfan Welsch, en los noventa, lo han utilizado relacionado con conceptos como “comunicación transcultural” y “razón transversal”.
[vi] En boca de Matildo, Maggiolo, en esta misma obra, confirma su estrategia de referencias cruzadas entre obras: “en un libro escrito hace muchos años y titulado Materia prima, el autor cuenta muchas de estas desgracias, y enfoca la decadencia que hoy te narro” Pág. 74
[vii] Acaso esta novela sea la primera en asimilar, en el contexto dominicano, de forma integral esta estrategia discursiva.